La arrogante
Escribo un ensayo porque hacer una novela es muy difícil. Además nadie necesita otra novela; son ociosas y complicadas de escribir. Pero un ensayo sí que es bienvenido y necesario, aunque hacerlos es más bien una actividad difícil y ociosa. A veces, cuando nos damos cuenta de que no tenemos talento para ciertas cosas, resulta pertinente decir que aquello que no podemos hacer es una tontería. Es una buena manera de parecer más listos que el resto y una forma elegante de encubrir nuestra torpeza. Me gusta escribir ensayos porque siento que es como formular un chiste largo o bien, si queremos sonar más modernos, como hacer un stand up pero sin exponerse al inconveniente de tener público; alguien más lo leerá y uno no se entera si ha fracasado —a menos que deba ser leído en voz alta, claro, o en un taller de ensayos—.
Los rompecabezas son bastante confiables. No hay forma de equivocarse con ellos a menos que quien lo arme sea un inútil o un niño con menos motricidad fina de la requerida. Quien alguna vez ha armado uno, aunque haya sido de quince piezas enormes del tamaño de una mano, sabe que hay un placer supremo al poner la última pieza, una especie de equilibrio cósmico. Sin duda esta imagen es un lugar común y esto es lo que se debe evitar a toda costa en un ensayo, aunque todo lo que uno pueda o tenga que decir sean en realidad puras cosas comunes y corrientes —aquí otra frase hecha a evitar—. Lo mejor es decir lo mismo pero de otra forma, con suerte y hasta parece una idea original. Todos sabemos que solo ha habido dos ideas originales en la historia de la humanidad, es decir, nacidas casi de forma divina y todo mundo sabe cuáles son. Así que no debemos preocuparnos por ser originales, ni de qué decir, solo de ponernos a escribir y hacerlo con la precisión y elegancia de un rompecabezas alemán. Ah, sí, y de eludir los lugares comunes.
No tengo por qué pero voy a decir la verdad: sí intenté hacer una novela. Logré escribir tres cuartillas y la abandoné porque ya solo soñaba con ella. Lo terrible fue que en esos sueños sí tenía un poco de talento y no tenía que pelearme con los enunciados ni con las frases subordinadas, ni con la voz pasiva, ni con las analogías, ni con las enumeraciones. Allá fluían las ideas como cuando se me rompió la fuente de mi segundo embarazo: de forma constante y cálida, aunque con un vértigo mortal y una sed insaciable. Me despertaba cansada y frustrada de no escribir como en ese mundo en el que es posible volar y respirar bajo el agua. También abandoné la novela porque, cuando días después leí aquello que en adelante llamaremos “borrador”, me perturbó su tufo rancio de realismo mágico y sabemos bien que el realismo mágico es la versión comestible del surrealismo. Me negué a seguir escribiendo esa novela y todas las que se me han ocurrido desde entonces —que en resumidas cuentas ha sido una—. Por otro lado, hace tiempo que me tengo prohibido escribir poemas, pero como no quiero dejar de escribir, escribo sobre lo que a nadie le interesa: mis opiniones.
Me cae mal Picasso. Odio que tanto talento confluyera en un solo ser y además misógino Dicen que dijo que siempre hay que estar trabajando para que la inspiración nos pille así y que se vale robar cosas de otros autores para crear una obra maestra. También dicen que no dijo nada de esto y me alegra, porque es verdad. Es muy jodido ver a la gente que nos cae mal tener ideas maravillosas, o bien que sea tan testaruda como para hacer cosas admirables luego de muchos fracasos. Sin duda los ensayos son muestra de la terquedad del autor, de su poco amor propio y de que posee una arrogancia tamaño Picasso.
Algunas cosas prescindibles deben existir, como los autores de ensayos o los hijos. Hay quien presume de leer novelas insufribles y quien a sus niños “adorables, simpáticos y más listos que ninguno”, y quien con todo descaro que disfruta escribir ensayos. No es de extrañar, la mayor parte de la vida se nos va en presumir cosas bonitas aunque prescindibles, de que hacemos cosas maravillosas aunque innecesarias, que almacenamos información valiosísima aunque esta expirará con nosotros; algunos otros presumimos que tuvimos hijos extraordinarios hasta que aceptamos que nunca cumplirán nuestras expectativas y ni deben hacerlo. Y a veces hasta nos llena de orgullo decir que escribimos ensayos porque las novelas nos aburren.
Lo mejor de los monólogos es que uno no debe ceder la palabra a nadie que no queremos escuchar. Ahí radica uno de los encantos de los ensayos, uno se adueña de la palabra y los demás deben aguantarnos. En especial cuando se leen en voz alta, porque si el público lo lee por su cuenta siempre tendrá la opción de dejar de leer a una arrogante.