In a nutshell
Aunque me gustaría, no recuerdo el primer capítulo de Los Simpsons que vi, pero tengo un recuerdo emborronado de cuando comencé a verlos: estoy platicando en el balcón de la secundaria con mi mejor amigo y otros dos compañeros de “Bart el General”, el quinto episodio de la primera temporada. Hace frío, se aproxima el invierno y en esas tierras —Ciudad Juárez— hace frío de verdad, no como el fresquito que hace en invierno en mi natal Guadalajara. Para ese año (1993) ya estoy un poco más acostumbrada a la inclemencia de las zonas desérticas, un poco más que cuando recién nos fuimos a vivir a ese lugar remoto y extravagante.
También recuerdo que cada miércoles desde que llegábamos al salón decíamos frases o alusiones al capítulo que se había estrenado (en México) el día anterior. En esos lejanos noventa, las 8 PM de cada martes era una hora sagrada. Todos los que crecimos en tiempos preinternet conocimos la deliciosa expectativa de estar a tiempo frente al televisor, así como el revés de esto: la tragedia de no estar a la hora precisa. El avance tecnológico nos dio inmediatez y la posibilidad de cargar en nuestro bolsillo una ventana —un aleph— sin tiempo ni espacio, aunque por ello perdimos el sentimiento de pérdida.
Esa costumbre de los miércoles, la de comentar el episodio de Los Simpsons recién estrenado, siguió durante la prepa. Aunque para entonces ya habíamos regresado a la Perla Tapatía y tenía nuevos mejores amigos. Sin embargo, a las 8 de la noche, y no solo de los martes sino de toda la semana, la historia de un niñito extraterrestre con cola cambiaría mi rutina de años para siempre. Dragon Ball es sin duda una de las series animadas que más he disfrutado. Ideal para la edad que tenía entonces, divertida, diferente a todo lo que había visto en mi infancia y con un formato fascinante.
Durante la preparatoria viví en casa de una amiga y su familia, con ella y sus hermanos compartíamos el gusto por Dragon Ball; así como un montón de series japonesas: Sailor Moon, Los Caballeros del Zodiaco, Ranma 1/2. Todos los días, poco antes de las 8PM, nos instalábamos en la salita y esperábamos entusiasmados el nuevo episodio Dragon Ball.
Como toda época feliz tuvo su momento de quiebre: mi amiga se hizo de un nuevo novio y a este le parecía “infantil” que viéramos Gokú. Decía que Los Simpsons eran por mucho lo mejor de las series animadas y que su crítica social y que tal y tal; cosas de snobs. Lo sorprendente fue que mi amiga le hizo caso. Con su autoridad de hermana mayor, los martes ponía —imponía— TV Azteca y no el Canal 5. Los demás nos resignamos. Había otra televisión pero a esa hora la mamá la usaba y no había manera, eran Los Simpsons o la telenovela.
Al rememorar todo esto parecen épocas lejanas y arcaicas. En algunos aspectos lo son pero es sorprendente que la vida fuera tan distinta. Quizá es el poder de la nostalgia, quizá es que alcancé cierta edad como para recordar cosas que ya no existen.
Como parte del trabajo que hago en la oficina de servicios editoriales que atendemos mi esposo y yo, a veces hacemos libros de memorias. Son libros difíciles porque casi todos los autores no han escrito durante toda su vida. Así que requieren de un cuidado especial para editarlos —que por fortuna no hago yo sino mi esposo—. A pesar de esto son libros extraordinarios porque hablan de cosas que ya no existen y que durante algún tiempo fueron parte fundamental en la vida de las personas.
Hablan, por ejemplo, de rutas que hacían a caballo que hoy no pueden hacerse, no solo porque se trazaron carreteras sino porque todas las tierras se privatizaron. Hay detalles excelsos: como la señora que contaba que a las reuniones tenían que llevar sus sillas y sus platos, vasos y cubiertos, pues no había desechables, además de que nadie se atrevería a dar de comer a los invitados en esas bagatelas indecentes en las que comemos ahora.
Hablan de montar a caballo, de recolectar fruta, de arroyos que se secaron, de árboles que desaparecieron. Hablan de muchos ancianos a los que quisieron mucho y se regocijan en ser ahora nanas, abus y tatas de generaciones que nunca verán lo que vieron sus ojos. También hablan de cosas siniestras: duelos en las plazas públicas, mortales rencillas entre familias que se heredaban, casamientos dispares, “robos” de muchachas, envenenamientos, colgados, ahogados en ríos que han desaparecido.
Por fortuna algunas cosas cambian y otras por desgracia lo hacen. Lo que sí perdura es el deseo de contar, aunque quién sabe si nos va quedando tiempo de escuchar. A veces me sorprendo cuando les platico a mis hijas de esos lejanísimos tiempos en los que la televisión era un concepto diferente al que ellas siempre han conocido. A mí se me llena la boca de nostalgia y fracaso, por más que intento —y quizá por esto—, eludir la cursilería, mientras les hablo de televisiones sin control remoto, con antenas y horarios programados impresos que hasta se vendían en los puestos de revistas.
Siempre me ha gustado la frase «in a nutshell» que se usa para resumir en pocas palabras algo más complejo. Un vistazo rápido que da la idea de un todo. En ese sentido, nuestras nostalgias son in a nutshell lo que somos. Eso que nos mueve el corazón y que atesoramos de tiempos lejanos dice más de nosotros mismos que las historias completas. Son el resumen de una vida que fue, que ya no existe, aunque es y existe en nosotros. También somos, cada uno, in a nutshell, el resumen de esas épocas extintas.