Bailar en la cueva
La astrología dice que Quirón marca, lo que llaman, “la herida del alma”. Es decir, que según en donde se encuentre este es el aspecto en nuestra vida y personalidad en la que estamos heridos. Se le representa con el arquetipo del viejo centauro porque, a pesar de su herida, es un sanador, un maestro. Alguna vez, una amiga brujil me dijo que mi herida estaba en la capacidad para disfrutar. Bonita cosa, pensé, tanto tiempo invertido en tratar de disfrutar mi existencia para, según esto, venir mal programada de fábrica.
Alguna vez mi terapeuta me dejó la tarea de hacer una lista de las cosas que me gusta hacer. Aunque adoro las tareas —porque nerd— esta me costó mucho más trabajo de lo que pensé. El terapeuta fue específico: poner en la lista cosas que me gusta hacer y que me tocan el alma y no del tipo “amo los atardeceres y el olor a lluvia”. Escribí solo tres cosas.
¿Todos disfrutan de tan pocas cosas en la vida?, le pregunté al terapeuta. Me dijo, con esa ambigüedad de los psicólogos, que no hay tal cosa como “pocas” o “muchas”. Ahora pienso que quizá fui demasiado quisquillosa con mi lista. No puse, por ejemplo, tocar la guitarra, porque aunque lo disfruto mucho me causa desasosiego. También dejé fuera a mi familia y a mi pareja porque tenerlos es más una bendición que una actividad como tal; por lo que: “Caminar con mi esposo”, no estaba en la lista, aunque es una de las cosas que más me gusta hacer a su lado (y en la vida).
En realidad mi tarea fue tramposa —como todas las que se hacen durante las terapias—, porque “escribir” figuraba en la pequeña lista aún a pesar de que también me causa un profundo desasosiego. Está en la lista con descaro, porque nunca sé si estoy escribiendo “bien”, dudo a cada paso —y en cada palabra— pero no puedo dejar de hacerlo, quizá porque es ahí en donde reconozco mi herida y sano, como centauro herido.
Cuando el terapeuta me dejó la tarea ya sabía de una cosa que pondría, pues mucho antes la había descubierto. Fue en un concierto de King Crimson al que fui con mi hermano. En algún momento del recital tuve una revelación: lo que más me gusta hacer en la vida es ir a los conciertos. Es de esos placeres que incluso en mis épocas más oscuras no he dejado de hacer —excepto la tarde oscura que de último momento renuncié a ir al concierto de Paco de Lucía; aún lo lamento, pocos meses después la muerte del guitarrista sorprendería al mundo entero—.
Los conciertos me dan vida, me emocionan, los vivo con pasión, me siento partícipe de un acto único, irrepetible —quizá porque lo son, sin embargo, en sentido estricto cada minuto lo es y no por ellos los valoro de la misma forma—. Esa magia de los conciertos sí logro disfrutarla “con el alma” y por eso canto, bailo y a veces hasta lloro de emoción. Parece que la herida de Quirón no penetra hasta ahí o al menos me da un remanso.
Claro que hay de conciertos a conciertos y algunos, como los escasos placeres de la vida, los echan a perder otras personas. Otros resultan un fiasco en la organización y en otros son los músicos que llegan cansados y quizá hartos de tocar lo mismo una noche más. De todas formas colecciono esas experiencias y las atesoro. ¿No debería ser así todo en la vida?
La primera vez que fui a un concierto fue en 1995, cuando tenía 16 años. Tocaron los Caifanes. Tuvimos suerte, después de ese concierto fue el mítico concierto en San Luis Potosí, en donde se despidieron de forma abrupta Marcovich y Saúl Hernández. Esa noche no pude dormir, seguía escuchando la música en mi interior y la emoción me palpitaba en el pecho.
Con el paso de los años he ido a cientos de conciertos y siento, debo decirlo, cierto orgullo de mis experiencias. Como con ninguna otra cosa me gustaría ir a muchos más recitales, ver más artistas y viajar largas distancias para asistir a conciertos únicos. Jamás gasto “de más” en ellos pero sin duda lo haría si tuviera más recursos. Quiero creer, como se cree ante la sombra de un vicio, que sé moderarme y que el asunto está bajo control.
Hay artistas que me habría gustado ver en vivo: como David Bowie o Michael Jackson. Otros a los que voy a ver religiosamente cuando tocan en mi ciudad: como La Barranca y, en su tiempo, Santa Sabina. Y Roger Waters, al que siempre voy con mi hermano y mi papá cuando toca en México. También están los conciertos que atesoro en el pedestal más alto de mi memoria y de mi corazón: el concierto de Tool en la Cumbre Tajín; el de Manu Chao en la Concha Acústica, allá por el lejano 2001, y el de Muse en Cdmx en 2014 al que fui con mi hija Luna, compartir los mayores placeres del alma da el doble de satisfacciones.
La astrología dice también que uno aprende de su herida, yo he aprendido a través de la mía que la música es quizá lo más sublime que sabemos hacer los humanos, seamos músicos o no. Porque, como dice Jorge Drexler: Ya hacíamos música muchísimo antes de conocer la agricultura. Bailemos en la cueva.
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Nota: la tercera actividad de la lista fue cocinar. No me canso de repetir que, además de disfrutar la danza arcana de cocinar, tengo el don de saber hacerlo, quizá el único talento por el que no he tenido que sudar sangre. Como tocar la guitarra y escribir.