Cara de perro
Mi abuelo fue descendiente de Aquiles o tal vez sólo leyó la Ilíada. Papá Balta —como todos lo llamábamos— nació de Socorrito, una india purépecha de Santa Clara del Cobre, Michoacán. Socorrito, mi abuelita bis —como les decimos en mi familia a las bisabuelas— habló el español a punta de necesidad y jamás se volvió a escuchar la melodía de esa lengua que suena a madera y seseos de los bosques en ninguna otra habitación de la casa familiar, ni resonó en ningún otro pecho de la numerosa prole de Socorrito. Aunque sí quedaron algunas palabras sueltas —para ofensas y saludos—, recuerdos del abismo de tiempo y universos que nos separan y nos unen a Socorrito, a mi abuelo y a mí.
Durante el entierro de Papá Balta sucedió una de las escenas más tristes que he presenciado. En ese momento en el que el tiempo se detiene, cuando el ataúd baja a la fosa y será abrazado por la tierra para siempre, mi mamá rompió el silencio que nos tenía petrificados y dijo con voz hecha astillas: «Ay, Chinto». Todos los descendientes de don Balta nos doblamos como si algo invisible nos hubiera golpeado el vientre. Estoy convencida de que los hijos jamás dejamos de ser hijos así nos convirtamos en adultos, padres o abuelos. Chinto era el apodo que mi mamá le puso de niña a su papá y así lo nombraría toda la vida.
Cuando Papá Balta tenía 11 años lo corrieron de su casa. De un día para otro se convirtió en un niño de la calle. Socorrito se había casado de nuevo luego de enviudar y su marido le dijo que podía dejar a sus niñas en la casa «pero no a otro hombre». Mi abuelo contaba esa calamidad como quien cuenta lo que había desayunado el día anterior y se pasaba a «la mejor parte»: cuando aprendió a cocinar. Un señor apodado Bebé le dio asilo, comida y también lo enseñó a trabajar. Este abuelo bis putativo es el claro ejemplo de que en las peores desgracias podemos encontrar el sendero directo a nuestro destino y de cómo el destino de un miembro de la familia puede marcar a toda una estirpe. Papá Balta jamás dejaría su oficio y se jactaría siempre —¡y con qué razón!— de su «buena mano» para cocinar, para hacer carnitas, embutidos y tepache. Todos en la familia nos jactamos —casi siempre con razón— de lo buenos que somos para cocinar. Cuando le preguntaban a Papá Balta cómo hacía una salsa, cómo cocinaba el pescado o cualquier receta él siempre respondía: «para qué te digo si no te va ha salir». Claro que tenía sus elegidos a los que les revelaba algunos de sus secretos, seleccionados por alguna arbitraria lógica —que por cierto me favorecía y por eso no voy a discutir sus métodos—. Diré un par de ellos —de todas formas no les va a salir— «un clavo por tres pimientas» y «el ajo nunca sobra».
Las historias y características propias de cualquier familia se pueden resumir en una pequeña cifra que se repite en ciclos casi perfectos, con el orden perverso de una fuerza invisible. Tiene un orden imperceptible pero a veces da pistas bastante obvias: nombres tiranos, estafetas obligatorias, vocaciones repetidas —por amor o tradición— ritos escritos en piedras intangibles o frases dinásticas. Incluso, si se observa más de cerca, no será raro encontrar predilección hacia algunos meses o estaciones del año para nacimientos, muertes y bodas.
Papá Balta fue diagnosticado con Alzheimer a la misma edad en que lo fuera Socorrito; pero lo que ella padeció no fue explicado con palabras como «progreso neurodegenerativo, deterioro cognitivo o trastornos conductuales». Por el contrario ella «se volvió loquita» y murió de una neumonía —esta enfermedad sí se había inventado para entonces—. Varias veces Papá Balta estuvo en el hospital por largos periodos. La organización de los días y horarios para cuidarlo estaba pegado en el refrigerador de la casa de los abuelos; uno podía solicitar cambios y permutas con la tía Ana —autoridad que siempre recae en ella en casos como estos porque es enfermera y porque… pues porque sí—. Varios sábados por la noche me tocó estar con mi abuelo. A pesar de que ya no hablaba y que podía alzarlo en brazos para sentarlo en la silla de ruedas a veces recuerdo esas noches como si sólo nos hubiéramos desvelado viendo el box tomándonos una buenas cocas heladas así fuera de medianoche —como nos enseñó con su ejemplo cada sábado que vivió—. Incluso lo recuerdo gritando —muy común en esas veladas— a la pequeñísima imagen de la tele portátil que tenía en su mesita de hospital cuando los boxeadores no hacían lo que a él le gustaba: «¡hijo de la zarracuata!»
Existen anécdotas familiares que parecen estar prestas a cualquier prolongación de la sobremesa para irse a sentar en la cabecera del comedor. A veces se ocultan de los protagonistas por vergüenza pero otras veces son recibidas con gran orgullo o lágrimas de risa. Una vez la abuela contó que de recién casados don Balta aventaba los platos de la comida que no le gustaba y decía «son chingaderas» y mientras el platillo del día se escurría por las paredes él salía de la casa a cualquier cantina. En otra ocasión contó cuando don Balta casi se muere porque de un día para otro dijo que ya no volvería a tomar. Todo iba bien hasta que comenzó lo que mi tía la enfermera definió como delirium tremens. El abuelo apuntaba a una esquina de la habitación mientras lloraba porque un león hambriento se lo iba comer; otras veces gritaba de terror porque el tren estaba a punto de arrollarlo. A propósito de esa historia salió la otra de cuando un sábado de box estaba fumando en la cama y vio que mi abuela hacía gestos por el humo; entonces don Balta le dijo «éste va a ser el último». Se lo acabó, sacó lo que quedaba del paquete de cajetillas que compraba —y que fumaba a ritmo de dos por día— y tiró todo a la basura. Mi abuela dijo que vio incrédula sus acciones. Ella se durmió con el sonido del box de fondo y el último humo de cigarro que volvería a generar su marido estancado en el techo de la habitación.
Hay costumbres familiares de las que muchas veces uno reniega y, paradójicamente, terminamos añorando porque materia, tiempo y personas que las confeccionaban han dejado de existir. Cuando llegaba Papá Balta del trabajo todos dejábamos de hacer lo que estuviéramos haciendo, así uno estuviera bañándose o tuviera una cucharada de comida a medio camino de la boca. Algunos corríamos a la puerta a recibir al abuelo. Él nos daba botes enormes y vacíos a los niños, y a los adultos botes llenos de carne cruda para las carnitas que prepararía en la madrugada del día siguiente. A veces nos llenaba las manos con pencas de platanitos dominicos mientras decía: «cómetelos todos y no me dejes nada». Antes de sentarse a comer nos daba un billete —un dineral— a mí y a mi primo para comprar las cocas. Para ese entonces ya no aventaba la comida a las paredes, aunque siempre se le reservaba la mejor pieza de pollo —nunca pechuga— o la porción más grande de caldo de res. Una mujer ponía a calentar el boiler, otra le quitaba los zapatos, otra —mi abuela— ponía su cambio limpio en el sillón de la sala, donde siempre se cambiaba luego de bañarse, y, cuando era tiempo, otra preparaba sus herramientas para cortarle las uñas o el pelo.
Las locuciones familiares son joyas que toda familia atesora. Son ese cúmulo de frases, dichos, palabras que hilvanan dinastías y que nada saben de tiempo y espacios. Mi abuelo me decía Monchis —nadie sabe bien por qué—, un apodo que muy pocos repiten, más que nada para recordar a don Balta. También me decía, cuando había de comer habas —las cuales aborrezco desde siempre— «te las tuesto en el lomo y no te las acabas». Cuando algo nos dolía —la cabeza, la panza o la garganta— siempre estaba presto a decirnos «ven para mochártela»; la frase tomaba mucho más dramatismo cuando decía esto mientras blandía al aire alguno de sus enormes cuchillos para cortar carne, todo esto con una sonrisa que le estiraba su bigote blanco. Los mimos de don Balta eran pocos y casi siempre incluían comida o dinero: como cuando nos decía «tráete un tenedor como que te caes» y la recompensa era un trozo de carnita recién hecha ensartado en la punta del tenedor solicitado. También cuando nos veía y decía: ven para hacerte «pe-lon-gues-tón», un juego que consistía en sentarnos en sus piernas y repetir esas sílabas indescifrables a un ritmo sincopado mientras nos mecía. Luego del juego, por supuesto, nos daba una moneda —un dineral—. Cuando nos veía que buscábamos a alguien —aunque no le preguntáramos nada porque ya sabíamos su respuesta— siempre nos decía «se lo llevó un perro en el hocico». Otras veces cuando nos miraba de pronto —por esas casualidades que construye la cotidianidad— decía «¿tú qué, cara de perro?» y se echaba a reír.
No hay nadie en la familia que no extrañe esa rarísima expresión que jamás había escuchado en alguien más que no fuera descendiente de don Balta. Nadie excepto Aquiles. Recién tropecé con el verso en que Aquiles ofende a Agamenón cuando el Átrida le exige a Briseida por haber perdido su propio botín ante la ira de Apolo. Colérico, Aquiles le dice así: “… a ti, gran sinvergüenza, hemos acompañado para tenerte alegre, por ver de ganar honra para Menelao y para ti, cara de perro, de los troyanos.” Supongo que la transición de ofensa a frase cariñosa se debe a los largos siglos —y lenguas— que separan al Pelida Aquiles y a Baltazar Alba, mi abuelo.
Me encantó “cara de perro”