Lenguas muertas

 

Un día recibí un paquete sorpresa en mi trabajo. Alguien lo había entregado a la recepcionista. Era un sobre de origami en forma de corazón que contenía frases bonitas y un dije que decía en letras doradas: un corazón como el tuyo no se puede quebrar. Por la letra de los mensajes supe que mi amiga E… era la autora de ese regalito por el que todos en la oficina comenzaron a suspirar en burla y por el que, en adelante, me preguntaban con insistencia cómo iba con “mi novia”. E… no fue mi novia pero terminamos nuestra relación como si lo hubieramos sido: por una discusión que hoy me parece estúpida. Reflejo de los disgustos mutuos en ambas direcciones en los que se había convertido esa amistad en un principio luminosa y necesaria pero, como descubrimos, finita.

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Todos mis compañeros son mis mejores amigos, dijo mi hija pequeña. Tuve miedo de la pregunta que le vi construir en silencio. No me equivoqué: ¿Cómo se llaman tus mejores amigos?, dijo. Le di algunos nombres pero evité dar más detalles. Ella, adelantada a todo, volvió a elaborar una pregunta sin decir palabra, mientras yo, inútilmente, simulé estar ocupada cuando la lanzó ignorando mis rodeos. Con el síndrome de El Principito, como le llamo a estos episodios, insistió en su pregunta hasta que tuve que contestarle: es que ellos están muy ocupados y casi no pueden venir. Ella remató: ¿como tú que siempre estás aquí trabajando en tu computadora y cuidándonos?

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En el balcón de una casa de Ajijic le conté a mi amigo R… lo que jamás le había contado a nadie. Varias veces pensé en decírselo y fue hasta ese día cuando me atreví a acercarme al hierro al rojo vivo que es ese recuerdo. R… jamás llora y tampoco lo hizo entonces… no en ese momento. Otro día, en el mismo balcón, me confesó que aquella noche había llorado por mí.

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Recuerdo la última vez que vi a L… Fue en un bar del pueblo donde vivíamos. Bajé por las escaleras, aproveché el espacio del barandal y le dije adiós con la mano antes de salir del lugar. En el primer espacio me sonrió melancólica pero al siguiente la vi tristísima. Le prometí que regresaría de vez en vez a visitarla y que seguiríamos haciendo carnes asadas por las noches, como nos gustaba. Tenemos diez años sin vernos. A veces hablamos y nos seguimos prometiendo visitas y carnes asadas. En ocasiones extraño la más simple de sus manías: dorar tortillas en las brasas para comerlas sin hambre en la madrugada. Otras veces extraño sus modos confianzudos que me escandalizaron cuando la conocí pero que fueron la causa por la que abandoné mi absurda renuencia a tener amigos en ese pueblito, por la también absurda razón, de no querer ser uno de ellos.

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Un día besé a uno de mis amigos pero fue inútil, la hermandad que nos unía hizo imposible que nuestra amistad se transformara. Otro día, muy alejado del anterior, besé a mi mejor amiga y no fue inútil. Y otro día, más lejano aún que los anteriores, besé a mi mejor amigo y fue milagroso. Cásate con tu mejor amigo, le dijimos a nuestra hija. Ella, como siempre, arrasó de tajo la autosuficiencia de aquel consejo de sus padres enamorados, pero al fin padres, y dijo: o amiga.

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Los días que perdemos a nuestros amigos son hirientemente cotidianos. Cuando mi mejor amiga, C…, inauguró el abismo que nos separa fue una tarde en la que yo había salido a comprar un agua fresca. Cuando regresé había una pequeña nota y eso fue todo… jamás he podido acercarme a ella sin sentir la incomodidad de estar traspasando un lugar prohibido. Ella siempre me recibe con cariño, pregunta lo que se debe preguntar a una persona que se conoce de toda la vida, incluso es atenta, cálida, como siempre es con todos… y por esto y no por otra cosa maldigo ese abismo entrometido que me mandó a las filas de la vasta multitud que son “todos” donde dejé de ser “la mejor”. No la culpo, ambas cambiamos y nuestras versiones más adultas no se amaron con la pasión de las dos adolescentes que se conocieron y encontraron en la otra un jardín abierto, secreto y casi idéntico que cada una escondía a los demás. Fuimos invitadas, huéspedes y residentes de ambos jardines, hasta esa tarde horrorosa y cotidiana en la que ella reconoció lo evidente pero innombrable durante varios meses atrás: no éramos ya las mismas, siempre nos tendríamos cariño pero era necesaria la distancia para poder ser, en libertad, aquello en lo que nos habíamos convertido. Confieso que sentí alivio de que ella escribiera lo que yo rehuía pronunciar. No por eso fueron menos indulgentes los días y años que le han seguido a esa nota. No exagero si digo que siento una orfandad irreparable, jamás he tenido una amiga como ella, jamás me he sentido como en casa ni con las siguientes mejores amigas, pero es que jamás me atreví a abrir de nuevo de par en par las puertas de ese jardín que siempre me recuerda a ella. (Sí, sé bien que todas las orfandades son irreparables).

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Es cierto que algunos amigos son atajos, tanto para lo sublime como lo trágico. Algunos son innecesarios rodeos pero otros nos evitan el abismo. También es cierto que nos enamoramos de nuestros amigos. ¿Por qué nombrarlo de otra forma si de todas las personas con las que hemos coincidido en la vida sólo algunas nos cautivan lo suficiente como para sentarnos a su lado y comer y dormir y llorar? En una primera etapa de ese enamoramiento nace entre los dos un torrente de preguntas que se responden de forma transparente. Bien puede decirse que las amistades se construyen con preguntas y respuestas que embonan en algún lugar: en nuestros pensamientos, en la risa, en nuestro pasado o futuro. Y también están las deliciosas coincidencias de gustos, manías o de la niñez que nos instalan en la intimidad. Es por esto que los amigos son irrepetibles. Creamos una especie de mapa de las constelaciones en donde podemos sentirnos cómodos con ellos y hasta felices, pero también de los lugares a dónde no debemos acercarnos a fin de no despertar bestias mitológicas y terrenos en donde se libran batallas inútiles o bien hemos sido derrotados sin tregua.

Luego del enamoramiento inicial pueden suceder muchas cosas: seguir enamorados con pasión y agregar actividades nuevas a la historia, llevar y dejar que nos lleven a sus lugares favoritos o más queridos, también a los más cotidianos como la mesa del comedor o las escaleras hacia la azotea en donde se puede fumar por las noches. También puede suceder que se instale el amor ya sin fuego ni florituras pero calmo y sonriente como un lago que asemeja un espejo al que vamos sin armaduras a pasar alguna tarde. Otras veces vemos al extinguirse la llamarada inicial, como ocurre en cualquier enamoramiento, que se apaga de tal forma que no queda mucho, acaso una manchita de tizne que desaparece en pocos días. Aunque también hay las llamaradas primigenias y fugaces que resquebrajan incluso nuestras porcelanas.

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La tragedia silenciosa que carcome la intimidad de dos amigos hasta convertirlos en desconocidos ha de suceder varias veces en la vida. Son pocos las amistades que resisten las mutaciones para bien o para mal, pero al fin nuestras, que sufrimos con el tiempo. “No ser el mismo” se vuelve el reproche fastidioso repetido muchas veces sin decir palabra; gota a gota, material de oceánicas distancias entre dos personas. Negarse a los cambios del otro es tanto como negarle el derecho a crecer, a enamorarse, a mudarse, a descubrir la vocación más íntima. Entonces abandonamos las ganas de no perdernos sus pasos y sus decisiones. Entonces viene el río de minutos sin llamarse, sin verse, sin regalarse el pan para el café o pasar por él a la salida de su trabajo. Entonces la avalancha de los días sin el otro hace su reguero por todos los rincones y, de pronto, las calamidades diminutas: tiene una playera nueva que no conocemos, un gesto, un tono, una inflexión al final de cada oración, un aspaviento extraño. Es el paso de otros en sus días que no somos nosotros.

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Cuando muere una lengua se pierde para siempre su forma de explicar la realidad. Perdemos sus caprichos, sus más intrincados pasadizos, puentes y trampas para nombrar las cosas más simples y los discursos más profundos. Perdemos las historias que sólo en esa lengua significan lo que deben significar; el desciframiento del amor, los animales, las estrellas y las frutas. El universo entero pierde ese espejo que es la lengua donde se miraba de cuerpo completo y se comprendía a sí mismo. Cuando perdemos a un amigo suceden las mismas catástrofes.

 

(Foto: Matthew Henry en Unsplash)

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