Apéndices
Al parecer la vida está escondida en lo pequeño: en la molécula, en el líquido, en la célula; y bien puede ser arrebatada por lo invisible: el virus, la bacteria, la partícula. Como todo lo invisible, puede parecer inexistente. Pero nada hay de esto. Eso invisible toma el control y transforma: la sonrisa, el aliento, la fuerza, la piel entera. Una enfermedad, esa batalla de abstractos, despierta lo que no se quiere nombrar por pudor o por miedo pero existe: el dolor, el ardor, el color, la queja. Así, lo invisible invade, lo abstracto se materializa y nos obliga a ver mucho más de lo queremos ver: el mal hábito, el exceso, la atrofia; y la posibilidad de nunca volver a ser los mismos o, simplemente, dejar de ser.
Mi abuelo murió una mañana. Mi tío Miti después de plantar un árbol. Mi abuelo Darío, una tarde mientras yo escuchaba música. Mi bisabuela Eustaquia durante la siesta después de comer. La muerte, ese concepto abstracto y al mismo tiempo real, corpóreo, irreversible, inevitable es, sobre todo, absoluta. Transforma por completo: el cuerpo, el alma y la memoria de los que quedamos con vida; nos convierte en narradores parciales, incluso mentirosos, tiranos y tramposos de lo que ellos eran; en censores acomedidos, autores de apéndices innecesarios. Nuestros muertos serán en adelante sólo una versión de aquellos que los rememoramos.
La muerte que conozco ha llegado así: en lo simple. En la mañana, en la tarde, luego de un suspiro y ya está. Después toca al testigo y toca, toca, toca a todo aquel que está ocupado en lo simple: lavando los trastes, atendiendo el negocio, leyendo un libro. Con las manos mojadas levanté el teléfono y la noticia me convirtió en otra: en huérfana de mi abuelo porque lo llamaba papá Balta. Sí, la muerte cuando toca transforma: a la esposa, al hijo, a la bisnieta, pero también a la casa entera, a las plantas, a los perros, a todas las tardes posteriores en donde, y para siempre, queda una silla vacía aunque se ocupe.
Y así como en lo cotidiano, en lo simple, la muerte llega y se anuncia también se esconde en lo simple: en la molestia, en la agrura, en el escalofrío. Las palabras con las que se nombran las enfermedades, son un resumen de lo trágico, han sido condenadas para siempre a acarrear lo funesto, casi como castigo de purgatorio. Lo simple no deja de ser simple a pesar de su significado. La muerte y la enfermedad son simples pero apagan tantas cosas simples que se vuelven inconmensurables: se acaban los pasos, la piel, los recuerdos, el sueño, las miradas.
Estar enfermo es un estado abstracto. Real y abstracto como una dicotomía en forma de infinito. Es una antesala: para la salud, para la agonía, para la muerte. Algunos hallan en la enfermedad la fuerza; otros el sentido; otros una grieta por la que se escurre el todo. La enfermedad, como la muerte, también toca a todos a su alrededor: algunos aguardan en las sillas al lado de la cama, otros en el insomnio con la almohada hecha un desbarajuste, otros son arrebatados por las anomalías de las cosas simples que terminan por consumir su cuerpo.
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Cuando yo era niña, mi papá Balta siempre me daba los cambios cuando le compraba sus cocas de la tarde. Debo decir que nunca fue el abuelo que yo hubiera querido y por eso fue perfecto. Recuerdo, no sin culpa, que yo quería que fuera un científico erudito y que tuviera una biblioteca; que contara cuentos como todos los abuelos de los cuentos y no el talabartero aficionado al box, adicto a la Coca-Cola que fomentó en toda su familia el destierro del agua natural y el cocinero de las carnitas y chorizos más deliciosos de todo el mundo por lo cual nos condenó a todos sus descendientes a carnitas y chorizos insípidos para siempre.
Mi tío Miti fue un enigma para todos, incluso para él mismo. Al pensar en él lo recuerdo flaco, alto, con un escandaloso tatuaje de una mujer en el brazo; tenía un lunar grande en la mejilla y hablaba con un seseo que nadie más tiene en la familia. Antes quería que mi tío no hubiera tenido hijos tan chillones, también que no oliera a cigarro todo el tiempo y que me hubiera dejado usar sus discos de acetato. Pero Miti fue el único que me dejó subir hasta lo más alto del monumento peligroso prohibido por mi madre; el que nos hacía ricos a mí y a mis primos cuando nos regalaba sus envases de caguama y que vendíamos en la tienda; el primero en llevarme al bosque en donde hizo un columpio para todos. Con los años descubrí que vendía droga y por eso se fue del país; también descubrí el verdadero significado de tantos envases que vendí y que el “bosque” no era más que un terreno al lado del Periférico. Sin embargo, Miti me regaló un disco de Pink Floyd, nada menos que el del prisma de Newton en la portada y que me ha trastocado toda la vida, y el arrojo de ser la segunda persona en toda la familia que porta desfachatadamente un tatuaje (dos).
El abuelo Darío nos adoptó como nietas a mí y a mi hermana como lo hizo su hijo, mi verdadero padre porque es el que ha estado conmigo toda mi vida. Mis expectativas jamás lo tocaron y por eso aprendí sin remilgos que los conciertos de Juan Gabriel eran muy divertidos y que ser callado es una virtud que nadie valora hasta que no está el que nunca habla. Cuando murió me enseñó sin querer que mi papá sólo era un hijo, pues fui testigo de ver llorar por única vez a ese hombre inquebrantable que llegó roto a la casa y apagó mi radio casi con rabia para “dar una noticia”.
La bisabuela Eustaquia ensombreció con su muerte la sobremesa de la tarde. Sonó el teléfono y mi abuela jamás volvió a ser la misma; el odio que toda la vida le tuvo se convirtió en amargura, quién sabe si por haber perdido la oportunidad de decírselo a los ojos apagados por la ceguera de Eustaquia, o por tener que callar los atropellos de esa viejecita, ese ser abstracto en el que se convirtió a sus ciento tres años, ante todas las demás hijas que le lloraron como buenas deudas sin atreverse siquiera a levantar un reproche.
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A mi papá le sacaron el apéndice hace un mes. Él nos contó que esa noche soñó, tal vez producto de la anestesia, que el hueco que dejó su apéndice extirpado se negaba a ser llenado por las demás tripas y órganos a su alrededor. Nosotros le dijimos que no era posible que el hueco existiera, pero él insistió con un “quién sabe”. Enigmática respuesta para un médico cirujano como es él, o bien una plática que recuerda con cierta pena, ahora que se ha acostumbrado a seguir con vida luego de que casi le explota ese órgano “que no sirve para nada” y que “casi me deja frito”, como según dijo.
(Imagen: Adria Berrocal Forcada en Unsplash)