Destino turístico
Difamaciones a la Patria
Vivir en México no es fácil, incluso puede ser realmente jodido. La verdad es que siempre que veo extranjeros de visita en mi ciudad siento que de alguna o de otra forma los estamos embaucando. Me imagino que una vez frente a la Catedral de Guadalajara se sienten timados por los folletines de las agencias de viajes o de los anuncios oficiales de la Secretaría de Turismo —¿todavía existe?— y se dan cuenta de la trampa en la que han caído. Tengo la seguridad de que buscarán con la mirada a cualquier mexicano que vaya pasando para pedirle explicaciones. Por eso siempre evito cualquier contacto visual y paso con disimulo entre los grupos de extranjeros entusiasmados por los edificios y vaivenes del centro de la ciudad, al que evito ir a menos que sea necesario o inevitable.
Una vez un japonés me tocó el hombro y estuve a punto de correr pero entendí a tiempo que sólo quería una fotografía junto a sus amigos frente a la famosísima Catedral de Guadalajara. Yo pensé: ¿En serio? ¿Por qué querría alguien una foto frente a ese templo?, ¿se habrá cansado de los santuarios sintoístas de su país? Con un tanto de culpa hice la foto pero tuve cuidado de capturar al grupo en un encuadre americano con muy poco aire pero no les bastó. Con señas me dijeron que sí, que efectivamente querían de fondo a las distintivas torres de la Catedral. Pensé que tal vez en su ciudad no hay ningún templo, ni japonés ni con torres con agujas neogóticas.
En otra ocasión vi a un grupo de chicas europeas por San Juan de Dios. Como siempre bajé la mirada y aceleré el paso pero de nueva cuenta fui pescada. Una de ellas me pidió que les tomara una foto con unos zarapes que acababan de comprar. Con más experiencia en los menesteres de turistas tomé la foto y procuré retratar el fondo más miserable que pude: las paredes sucísimas, los vendedores de los puestos comiendo tortas en bolsita mientras «echan ojo» a la clientela, las banquetas oscuras de una especie de grasa-mugre-smog característica de ese «el mercado bajo techo más grande de América Latina». Ellas parecieron satisfechas cuando les devolví su cámara. Salí huyendo de aquel grupo de sonrientes extranjeras y me interné en las humeantes y estrechas escaleras del mercado. Cuando llegué a los pisos superiores y contemplé el paisaje multicolor, que prácticamente huele a todo, pensé en las imágenes de otros mercados de otros países que he visto en la televisión y caí en la cuenta de que el sentir hacia mi ciudad era más bien infundado. Después de todo siempre disfrutamos más las mugres de otros.
Estar en calidad de turista en México es parecido a lo que sucede cuando uno va sin avisar a casa de alguien y éste se justifica mientras nos deja pasar con que «tiene un cochinero» pero uno se sienta en la sala o en el comedor y encuentra todo muy lindo, incluso si hay platos sucios en el fregadero éstos pueden parecernos pintorescos. Por alguna extraña razón los hábitos de otros nos resultan fascinantes, yo creo porque, cochinero o no, no somos responsables de limpiar aquello; si no hay vasos limpios nos lavarán uno, por ejemplo. Lo mismo sucede con los libreros desordenados ajenos: mientras uno ve en ellos agradables pilas de papeles y libros con aires intelectuales, cuando se trata del de uno, que está hecho un desbarajuste, no logramos ver la belleza de nuestro propio cochinero. Es la conocida trampa de la mugre ajena.
Una ley universal dicta que los platillos aborrecidos en la casa de uno son potencialmente un manjar en las casas de otros. Así como que los hábitos cotidianos saben distinto si tenemos visita. Por eso creo que la hecatombe de este país es tan fascinante para los que no son mexicanos, también para los que nacieron aquí pero viven en otros países y llegan a extrañar, —quién sabe si por necedad o amnesia — las mugres más insalubres y las costumbres más deplorables de sus terruños.
Si bien hace bastante tiempo que desconfío de los discursos que fomentan el amor a la Patria; de la machacona cantaleta de lealtad y respeto a los Símbolos Patrios; de los capítulos de la historia mexicana —fruto de los apologetas que escriben las epopeyas del pueblo mexicano—; de la idiosincrasia mexicana —que bien vista sólo sirve para justificar los defectos promedio de esta sociedad — jamás diría que vivir en otro país sea mejor. Porque sí: la trampa de la mugre ajena es universal. ¿Si no cómo se podría justificar que México siga siendo un destino turístico internacional junto a otros lugares del mundo llamados «pintorescos» o «exóticos»?