La “e” silente
Mi madre decidió llamarme Ivonne. Ella dice que escuchó ese nombre por primera vez unos ocho años antes de tenerme, en su primer empleo como secretaria del archivo de un pomposo hospital privado. Ahora dice que no, pero cuando yo era niña la escuché decir que le gustó porque “Tiene clase”. En ese entonces no sabía qué significaba aquel atributo, aunque imaginé que era algo bueno por la cara de mi madre al justificar su elección. Hoy, en cambio, me sirve para darme una idea de cómo era ella en esa época y poco antes de convertirse en madre por primera vez. A retazos, así se conoce a los padres, con lo que ellos dicen ser y han sido, y con lo que han sido y son para nosotros.
Ella también cuenta que anotaba los nombres que le iban gustando en una libreta, pero nunca ha querido decirme cuáles eran los otros en aquella lista de la que “Ivonne” salió elegido. No me los dice para evitar los reclamos que con seguridad le haré. Imaginarme con otros nombres es un asunto bastante serio. Pienso en lo que me hubiera convertido si me hubiera llamado Angélica, por ejemplo, o Noemí, el nombre del que me han dicho varias ocasiones que “tengo cara”. Porque los nombres no son meros distintivos, son, más bien, cercanos a los hechizos, particularmente a los encantamientos que tienen la peculiaridad de portar la intención y deseo de someter la voluntad del otro. Porque sí, en el nombre se vierten las expectativas de los padres, las herencias familiares, los homenajes ocultos —a veces despreciables y obscenos— y demás vicios genealógicos. A parte de darles vida, nombrar a un hijo es lo único que realmente se les puede imponer, es ponerles una marca, un sello, un tatuaje en la cara; de todo lo demás que se les obligue a hacer siempre podrán escapar, pero no del nombre, incluso si se lo cambian. La marca es para siempre, lapidaria.
Entonces, ¿cómo sería mi vida si solo tuviera el otro nombre que tengo, ese que solo aparece en mis documentos oficiales, ese que me gusta pero del que odio su hipocorístico? ¿Cómo habría sido mi infancia si en vez de Ivonne haya tenido un nombre al que le suenan todas sus letras? Porque a “Ivonne” se le escribe una “e” pero es silente, ¿Es un adorno? ¿Por qué usamos ortografías extranjeras? ¿Está escrito en otro idioma?, ¿Y la “n” extra para qué es? Estas preguntas me han acompañado desde que aprendí a escribir y tenía que hacer planas de mi nombre completo. Como puede sospecharse sigue siendo par mí un asunto importante luego y a pesar de tantos años desde que aprendí a escribir mi nombre.
Otro gran problema cuando era niña fue que mi nombre no era común ni en mi escuela, ni en mi barrio, ni en mi familia —el universo entero para cualquier niño—. Esta preocupación era muy intensa entonces, pensaba muy seguido en eso y la necedad de mi madre de elegir “un nombre con clase”. ¿A quién le importa la clase cuando nadie en toda tu primaria se llama como tú? ¿No es esa una especie de soledad? Lo era para mí, aunque cuando conocí a mi primera “Ivonne” —dicho de otra forma, tocaya, aunque esta palabra siempre me ha parecido inútil, acaso porque solo he conocido en persona a pocas Ivonnes, acaso porque es una palabra fea— las cosas fueron bastante mal. Fue en segundo de secundaria. Como si la soledad que mi nombre me confería y la que construía a mi alrededor por mi aguda introversión no fuera suficiente, nos mudamos a otra ciudad en donde tuve que integrarme a una escuela nueva y a un grupo que ya tenía sus propios círculos. Al saber mi nombre me ligaron de inmediato a aquella, mi primera Ivonne, creo por esa tramposa cercanía que da el ser tocayo de alguien. Ella al principio fue amable conmigo pero muy pronto se dio cuenta que yo de Ivonne no tenía nada. Al principio me llamaron “la Ivonne nueva”, pero luego descubrieron mi otro nombre y aquel año escolar se transformó de prometedor a terrible desde la segunda semana de septiembre.
A pesar de todo me acostumbré a la ciudad, a mi apodo, a dejar el paso libre para la única Ivonne que podía haber en el grupo. En tercero me volvieron a cambiar de escuela y la historia se repitió casi en su totalidad, con la excepción de que aprendí a disfrutar la secundaria justo antes de que se terminara para siempre. Cuando fui presentada al nuevo grupo, la Ivonne de ahí exigió de inmediato otra forma de llamarme pues no estaba dispuesta a compartir su nombre. Aquel fue el mejor año de la terrible secundaria y la única época en la que el apodo que odio fue portado por mí hasta con cierto orgullo.
El nombre “Ivonne” tiene orígenes hebreos y germánicos. Es la versión latina de “Yvonne”, que a su vez es la versión francesa del nombre germánico “Yves”, que a su vez proviene de «iv», cuyo significado es “tejo”. El tejo es un árbol europeo bastante peculiar. En primer lugar porque su tronco, sus tallos, sus hojas y sus frutos son venenosos, aunque en dosis mínimas es curativo, como sucede con muchos de los venenos conocidos. En algunos lugares se le llamaba “El árbol de la muerte” porque era utilizado por los suicidas, y existen registros muy antiguos en los que se describe el proceso para terminar la vida con un té de tejo.
De mi nombre también encontré que “tiene una personalidad reservada e introvertida, esconde a una persona dulce, tierna, delicada y vulnerable. Amante de los animales y el arte”. Además, dice que “La mujer Ivonne está altamente dotada para las profesiones que requieren de precisión y practicismo”. Las supuestas características generalizadas de las “Ivonnes” son muestra de que los nombres tienen poder de encantamiento, o al menos aspiran a serlo. Porque hemos nombrado la realidad, a los animales, a los astros y a las personas con intención, con grandes deseos y significados.
Los mantras son sonidos que según las creencias tienen poderes psicológicos y espirituales. Se dice que son repetidos para despertar algo dentro de nosotros, de hecho, el registro más antiguo de la propia palabra “mantra”, que data de dos mil años a.C., dice que ese “instrumento del pensamiento” puede ser “oración, ruego, himno de adoración, palabra aplastante, canción”. No sorprende, pues, que el poder de nombrar sea tan poderoso y que los nombrados sean bendecidos como maldecidos con las palabras elegidas para distinguirlos.
En mi familia se acostumbra no repetir los nombres, como si cada uno quisiera tener hijos único dentro del clan. Sin embargo, el nombre del abuelo Baltazar sí se ha asignado a varios niños de la familia, pero sólo como segundo nombre. En cambio el de la abuela Esperanza solo ha sido impuesto a una niña, por supuesto ella es la favorita de Pera por sobre todas las otras nietas, con todo y sus nombres “con clase”. Sí, es verdad que los nombres marcan y distinguen de por vida al nombrado, pero también es que hablan mucho más de quienes los asignan.
Explicar la grafía de mi nombre durante toda mi vida es otra herencia que mi madre jamás dimensionó —o tal vez sí, aunque para ella habrá sido exótico o de “mucha clase” que ciertas letras de él se escriban pero no se pronuncien—. Ha habido épocas de todo, en las que obligo a los que escriben mi nombre a que lo hagan de forma correcta, “Doble ene y una e al final”, les digo con variación de amabilidad y exigencia. En las que dejo que lo interpreten como quieran y me divierto con los resultados: “Ibón”, “Ivon”, “Ivonn”, “Ilon”, han sido algunos de los resultados.
Para cambiar el nombre “con clase”, las herencias concientes e inconcientes de mi nombre y tal vez solo para porque sí, decidí mutar mi nombre a “Vonne”, con la “e” sonante y la “i” enviada al exilio. Esto me ha resultado bien, aunque con sus limitaciones. Me gusta que me llamen Vonne, así, tal como suena (vone), se ha convertido en mi “nombre de adulta”, en el nombre con el que me llaman las personas más cercanas, y las más importantes para mí. Sin embargo, muchos lo pronuncian como “von”, aludiendo a esa condición silente de la “e”, esa “elegancia francesa”, como una vez alguien dijo sobre esa letra fantasma, esa letra que está pero no está.
De todas formas me gusta el hechizo con el que mi mamá me bautizó y la transformación que le hice. Eso sí, me gustó más hacer lo propio con mis hijas. Ya he recibido varias quejas sobre sus nombres: Luna, Violeta y Amélie —sí, también heredé la “e” silente— pero, como siempre pasa con las quejas de los hijos a los padres, ya están archivadas para siempre en los casos impunes de la vida.