Burbujas fresas
Hace doce años trabajé como diseñadora para una productora. En mis recuerdos llamo a esa época: “cuando trabajé con los fresas”. Podría pensarse que es un mote con simple sentido peyorativo —que lo tiene—, pero es más que eso: es una descripción fiel de las personas para las que trabajaba, de las que aprendí mucho y que, en cierto sentido, me salvaron.
Digo que laboraba para una productora solo por resumir; en realidad era la oficina de un tipo rico que creaba contenido para otros ricos. El dueño era un señor que rondaba los sesenta; conservador, panista, católico y fresa —descripción bastante genérica para una patria como la tapatía—. Le llamaban don Chuco, no recuerdo su apellido —será alguno de esos de abolengo en la Perla de Occidente—.
La productora la creó don Chuco como “un proyecto alterno” para sus hijos. Es decir, para sus juniors que eran dos: Chuquito y Pavo. Tampoco recuerdo sus nombres reales y juro que así se hacían llamar, no es una de esas licencias literarias para cuidar la identidad de las personas ni tampoco es una burla. Los muchachos eran —y seguro lo siguen siendo— un estereotipo de fresas tapatíos al igual que su padre. Eran curiosos porque entre ambos no se parecían. Chuquito, el mayor, no solo se llamaba como el papá sino que era clavado a él: delgado, de cara afilada y cabello castaño. En cambio el buen Pavo era idéntico a su madre, que era una señora —igualmente estereotípica tapatía fresa— blanquísima, con ojos de color, alta y de ascendencia alemana o de los Altos de Jalisco.
La idea del negocio era simple: una plataforma para emprendedores. Aunque así a primeras vistas parece que la creatividad no era su fuerte, don Chuco sabía lo que hacía y, sobre todo, sabía mandar y sin dar espacio a réplica alguna. Convencía a todos sus correligionarios —políticos, religiosos y empresariales— de que debían comprar su curso para sus propios delfines, vástagos, herederos de los emporios que presidían. Además, bajaba recursos gubernamentales, estatales y federales —nada difícil si tus amigos de la primaria están en el poder— para proyectos que “fomentaran el emprendurismo y la actividad empresarial”.
El proyecto de don Chuco me gustaba. Quizá no sus objetivos pero puedo reconocer que estaba bien hecho. Tenía muy bien trazados sus objetivos y conseguía lo mejor —muebles, computadoras, softwares, cámaras, plataformas— para trabajar. No era de esos fresas que fantasean en el aire, pasean en sus carrazos, pero a fin de mes no tienen para pagar a sus empleados. Por otro lado, contrataba a gente muy profesional, y no lo digo solo porque trabajé para él, sino porque todos los empleados lo eran. Lo de don Chuco era contratar los perfiles idóneos, “rodearse de gente talentosa”, decía, pero no solo lo pregonaba, sino que lo hacía. Tenía especial cuidado en esto, quizá porque sabía que tenía que compensar las carencias de sus vástagos. Esto demuestra que el verdadero empresario reconoce sus debilidades y las convierte en “áreas de oportunidad”, enseñanza que el mismo don Chuco mencionaba en su curso y ponía en práctica en sus negocios.
Recuerdo muy bien el alivio que sentí cuando me hablaron los fresas para decirme que me presentara a trabajar el lunes siguiente. Alivio porque había atravesado varios meses de desempleo, aunque lo más grave no era eso sino la profunda depresión que tuve en ese periodo; la más terrible y lacerante que haya vivido jamás. Lo cierto es que comencé a buscar trabajo no porque tuviera ganas sino porque estaba a punto de quedarme sin donde vivir. A esas alturas de la depresión ni eso me habría importado si no hubiera tenido que responder por mi hija. Mi sentido del deber me ha salvado en varias ocasiones de mis instintos autodestructivos.
Así, el lunes siguiente fui presentada a mis compañeros y jefes directos: los juniors elegantísimos que tenían su propia oficina, aunque no sabíamos exactamente qué hacían ahí todo el día. Don Chuco estaba de viaje, así que supe de él durante toda la semana sin haberle visto el pelo. Todos hablaban de lo exigente y justo que era. Nunca escuché a nadie que se quejara de él de forma grosera o baja, como es común en las filas de soldados rasos de cualquier empresa. Solo eso: que era exigente y justo. Lo era, y mucho, en ambos sentidos.
En ese trabajo tuve dos de los encuentros culturales y sociales más importantes que he tenido. Por un lado, conocí a mi primera norteña; y todos sabemos que eso es todo un suceso para cualquier tapatío. Se hacía llamar Verota y era la jefa de departamento de diseño —tal vez no era la jefa, pero era la norteña, así que los demás le obedecíamos—. Por otro lado, conocí, no a uno, sino a dos juniors de los de adeveras. De los que se piensa solo existen en los memes y en los reallity shows. E incluso si se cree que existen, no se compara con tenerlos de compañeros de lunes a viernes de 9 a 5.
Nunca antes había tenido contacto con gente tan fresa. Sabía que mi madre había trabajado para gente muy rica, que mi padre estudió en una universidad para ricos sin que fuera uno de ellos; que mucha gente del barrio en donde crecí trabajaba en colonias de ricos, pero jamás los había tenido cerca. Mi realidad inmediata era escueta y simple; mis círculos muy uniformes: llenos de gente con las mismas o menos oportunidades que las mías. Para los chuquitos la forma de ver la vida, el trabajo y las personas era de otro mundo, quizá porque así es. El mundo en el que crecemos es nuestro universo entero.
Que la realidad de la mayoría de las personas —ya sean de Guadalajara, de México o del mundo— sea trabajosa, llena de carencias y luchas, no quita que en la de los ricos haya tribulaciones, aunque estas nos pueden resultar risibles. Chuquito, por ejemplo, un día nos contó que estaba muy triste porque su nana se había jubilado. Su congoja, aunque sincera, chocó con nuestra incapacidad de sentir empatía por el nene de veintitantos que se había quedado sin la persona que le preparaba la cama. Y, aunque nos burlamos de él una vez se retiró a su oficina, quién podría decir que no tenía todo el derecho de sentirse mal y extrañar a su nana.
Los muchachos de producción audiovisual eran de la misma edad que Chuco y Pavo, pero de la misma calaña que nosotros los de diseño, es decir: egresados de escuelas públicas, empleados y habitantes de distintos barrios de la ciudad. Esos chicos eran los más duros en sus burlas contra los juniors; porque mientras don Chuco merecía nuestro respeto, los chuquitos nos hacían reír con sus tiernas luchas. Eran blanco fácil: mimados, protegidos, ricos, católicos, que hacían viajes al extranjero como quien va al estado vecino; pero que tenían problemas: como no tener auto toda la mañana porque le tocaba servicio en la agencia, o que la reunión de líderes —así les llaman a los exalumnos de la preparatoria a la que asistieron— no estaba permitido llevar acompañantes.
Los chuquitos intentaban una y otra vez acercarse a los de audiovisual porque eran “chavos de su edad”. Pero ellos los rechazaban con sorna y los juniors no lograban descifrar la maldad de sus frases. A mí me daban un poco de pena, pero también me reía. En el tiempo que trabajé para ellos jamás supe bien cómo sentirme. Si les tenía compasión sentía que traicionaba a los míos; pero si me burlaba de ellos me sentía incómoda. Hablar mal de las personas es como presumir que se tiene mal aliento.
Lo más duro era cuando don Chuco regañaba a sus hijos frente a nosotros por sus ideas innovadoras. Como cuando Pavo tuvo la magnífica idea de contratar una máquina dispensadora de snacks para la oficina y don Chuco le dijo que necesitaba cincuenta empleados (éramos apenas una docena) o dos años para ganar algo con ella. Además, dejó en claro, que no estaba dispuesto a hacer negocio con los trabajadores, que por eso él traía snacks del Costco, “para apoyarnos”. Pavo no pudo regresar la máquina porque había firmado un contrato por seis meses, así que él y don Chuco compraban snacks cada que podían y nos los obsequiaban para que de algo sirviera tenerla conectada.
No todo lo relacionado con los chuquitos era risible y caricaturizable, también tenían su lado siniestro. En varias ocasiones pudimos ver como opera esa pedantería que tanto se les señala a los fresas. Es una pedantería filosa y grosera que hiere la dignidad de las personas, por eso es tan horrenda. A veces parecía que solo era falta de empatía de su parte pero en otras se evidenciaba sin cortapisas la superioridad que sentían sobre nosotros.
Como cuando Chuquito estaba hablando por teléfono en uno de los patiecitos internos y dijo que no tenía ninguna empleada guapa y que, además, ninguna estaba a su altura. Él no había caído en cuenta que en la oficina de diseño escuchábamos todas sus llamadas. Su plática estúpida no me llenó de coraje sino de vergüenza, porque la estupidez ajena provoca oprobio. Lo que no dimensionó el pobre es que Verota le asaetaría en la cara que lo habíamos escuchado y que estábamos decepcionadas de él; las demás compañeras y yo nos sorprendimos con el comentario de Verota pero nos unimos al careo con el majaderillo ese. Chuquito se quedó mudo, paralizado, como si le hubieran bajado los pantalones y la ropa interior ahí mismo y no atinaba a reaccionar. La sinceridad norteña es la kriptonita de cualquier tapatío pedante.
Lo que más me sorprendía de los juniors era la burbuja en la que vivían. Esa burbuja que se les señala constantemente a la gente con privilegios. Lo más revelador para mí fue descubrir que en verdad no podrían verla y, si lo pensamos, no hay forma. Su entorno inmediato es fresa, tanto sus amigos, todas las familias y conocidos con los que se reúnen los domingos después de misa; todos sus vecinos que viven en colonias amuralladas, arboladas y adoquinadas. Su situación no es distinta a la nuestra. Todos vivimos en nuestra propia burbuja aunque no lo parezca, aunque la nuestra sea una muy grande y la compartamos con mucha más gente.
Antes de conocer a esos juniors no tenía idea de que alguien pudiera tener la vida resuelta de esa manera. Me parecía, como mínimo, irreal. Mi familia, mis vecinos y cada uno de mis compañeros de escuela tenían —teníamos— un único destino: trabajar y trabajar para subsistir. Lo más que podíamos aspirar era que ese trabajo nos gustara o al menos no nos rompiera el alma. Para mí y mis compañeros de esa productora del “Curso plus de empresarios” ya era ganancia tener un trabajo con buena paga, con un jefe exigente pero justo y con un horario fijo. Así que para muchos de mis excompañeros de escuela y vecinos la privilegiada era yo.
Es cierto que no basta saber que “los ricos también lloran” para congraciarse con las carencias que nos toca vivir. Las diferencias sociales simplemente dan asco, más cuando hay personas que viven al día o no saben en donde pasarán la noche. Pero a todos nos toca, quién sabe por cual extraño azar, una realidad de la no se puede salir fácilmente. Tal vez lo que se olvida es que las pocas o muchas oportunidades que tenemos no provienen sólo de nuestro esfuerzo, sino de varias generaciones atrás que sí se han partido el alma. Quizá es esto lo que no veían los chuquitos y que don Chuco tenía claro, pues aunque él creció con privilegios nunca tuvo los de sus hijos. Otra diferencia es que don Chuco tenía don de gentes, sabía trabajar y trataba a todos con respeto. Ser rico no te quita la capacidad de ser una buena persona. O inteligente.
Cuando me cambié de trabajo porque un amigo me invitó a trabajar en una editorial, sí lamenté dejar a los chuquitos y a mis compañeros. Jamás he trabajado en un lugar tan profesional y bonito, con una computadora Mac de últimísima generación y un asiento de oficina ergonómico; con lunes de charlas y snacks; viernes de tacos y club de lectura. Aunque quizá la nostalgia que siempre surge por los buenos trabajos me nuble el juicio, lo cierto es que también recuerdo “trabajar para los fresas” como una época en la que por fin puse un poco de orden a mi vida. Salí de la tremenda depresión gracias a la terapia que pude pagar, me mudé a un departamento en el que viví cinco años y, como ganancia colateral, pude asomarme a un universo desconocido.
Poco después supe que el programa para empresarios nunca despegó y que el arribo del PRI al poder dejó sin recursos a don Chuco. Claro que, lo dejó sin recursos para ese proyecto, él tenía muchos otros negocios, no nos preocupemos por él ni por sus críos que se fueron a estudiar a España. Como todo líder debe hacer.
Me mandó el enlace Marga Garza y me encantó tu pieza. Me parece que puede constituir la semilla de una buena novela. Me alegra que sigas produciendo buena literatura.
Un abrazo fraterno