Nix
«[Zeus] se contuvo por respeto para no hacer nada
que desagradara a la veloz Noche [Nix]»
—Homero, La Iliada
Rafa, mi esposo, siempre se ha sorprendido —y exasperado— por mi reacción a las cucarachas. Sé bien que no todas las personas gritan, se suben a los muebles y se sacuden con horror cuando ven una cucaracha, pero es todo cuanto puedo hacer. Es inevitable por más que he intentado mantener la cordura, por más que me avergüence, por más que se enoje Rafa y me pida que mesure mi reacción. No puedo, entro en modo peligro, mi cerebro desenchufa la zona prefrontal, la amígdala enloquece y soy toda alarido y horror.
A mi favor podría decir que no temo a todas las cucarachas, solo a las grandes aladas. Las pequeñitas, las negras con pecas amarillas que salen en las macetas, las café claro que siempre andan de a tres me incomodan como una polilla en la alacena o un gusano en la fruta. En cambio las cucarachas adultas aladas que corren cuando prendes la luz de la cocina o mueves un mueble, esas que apuntan sus horripilantes antenas hacia ti mientras te miran con osadía para luego —el horror— sacudir sus alas como una advertencia mortal, esas me paralizan un segundo eterno, mi estómago es lacerado por una ráfaga de frío, un grito me trepa la garganta, los ojos se me abren con horror y con un dedo apunto un sitio en el que ya no hay nada mientras Rafa pregunta una y otra vez a dónde se fue. Entonces caigo en la cuenta de que lo único más terrible que ver una cucaracha es dejar de verla.
Cuando me divorcié de mi primer esposo me mudé con mi hija a una casa en el centro de la ciudad. Era bonita y estaba bien distribuida, incluso tenía un árbol en la banqueta; pero también tenía una plaga de cucarachas que obviamente el rentero nunca mencionó. Debían de estar muy bien instruidas por el libanés dueño de la casa, pues cuando me la mostró no asomaron ni media antena. Volví varias veces antes de mudarme definitivamente y tuvieron a bien seguir resguardadas, no fuera a ser que se me ocurriera fumigar antes de instalarme. Ah, pero la primera noche que pasamos ahí, una vez apagué las luces de la casa, comenzaron a hacer sus funestas caminatas nocturnas. Exploraron todos los muebles, se asomaron a la alacena, que aún tenía pocas cosas, y también treparon mi cama, mi colcha, mi cara.
Un grito conmocionó a las cucarachas que quizá solo querían darme la bienvenida. Escuché sus ligeros y apresurados pasos para guarecerse de la mujer que, llorando, prendía la luz de la habitación para encontrarla intacta, como si el horror no acabara de ocurrir. Lloré largo rato, las cucarachas eran el último horror que estaba atravesando esa noche. Ya no pude dormir. De todas formas tenía ya varios años sin dormir bien. Es verdad que los dolores son más profundos por las noches. Es desolador estar despierto en un mundo dormido; es desolador estar fatigado hasta los huesos y no poder descansar. Hay soledades más horrendas que una cucaracha en el rostro mientras duermes.
Al día siguiente llevé a mi hija a la escuela, fui a trabajar, comí poco, salí del trabajo igual que siempre, pasé por la niña a lo de su papá, regresamos a casa. En todo ese tiempo no pensé en las cucarachas ni en la vulnerabilidad, fue hasta que apagué las luces de la habitación que sentí el miedo treparme desde los tobillos. Ahí estaban la soledad lacerante, la vergüenza, la rotura del corazón, la ansiedad, la migraña latente, la taquicardia, la depresión con sus ojos de perro negro acechándome desde un rincón, y las cucarachas. Cuando estos traspasan el universo de los sueños y nos despiertan desde adentro, estamos fritos. El festín que era yo para todos esos horrores. Solo podía pertrecharme en mi cama, solísima.
Hice algunos cándidos esfuerzos para que las cucarachas no treparan mi cama. Fumigué, puse gis chino en las cornisas de la puerta y ventana de la habitación, también en las patas de la cama. Poco a poco fui manteniéndolas a raya, aunque nunca obtuve la victoria completa. Quizá porque en la vida no se triunfa si no que se sobrevive.
Dicen por ahí que los verdaderos valientes no son los que no tienen miedo, sino los que a pesar del miedo actúan. Lo que tengo que agregar a esto es que me considero cobarde pero también reconozco que he tenido algunos destellos de valentía. Como el día que me levanté y maté a un par de osadas cucarachas que habían burlado la aduana del gis chino. Las maté con un zapato en la mano, no se vaya a creer que soy tan valiente como para matarla con el zapato calzado.
Solo de pensar en la consistencia de las cucarachas bajo mi pie, sentir la resistencia del exoesqueleto de esas sabandijas, sentir el momento exacto en el que se rompe y se explota una viscosidad ominosa; solo de pensar me da escalofríos. De todas formas las maté y me fui a dormir con un leve sentimiento de victoria. No mucha, la vida seguía ahí afuera, la plaga, las emociones y la depresión seguían rondando mis sueños, acaso el único refugio de los rotos.
Un buen día me fui de esa casa bonita pero infestada de cucarachas. De todas formas, de las cucarachas y demás horrores internos no me libraré nunca. Ante la derrota es mejor la resignación. Muchas veces tuve que ser menos cobarde y matar cucarachas que mi hija encontraba en su habitación. Eso hasta que pude pasar la batuta de matacucharachas de la casa. Entonces Rafa tuvo que matarlas y de paso aguantar mis desfiguros y los de las chicas —es muy fácil heredar lo deplorable—. También a veces lo despierto y le cuento por qué estoy llorando de madrugada.
Estoy segura de que nuestra vida se puede resumir enumerando cinco noches: esa en la que creíste morir, esa que pasaste llorando, esa que pasaste en vela, esa en la que te despertó una epifanía, esa en la que dormiste —o no— por primera vez con el amor de tu vida.
En el departamento en donde viví durante mi adolescencia tuvimos un tiempo una infestación de cucarachas. No sé si les perdí el miedo, o más bien lo cambié por asco o coraje, sobre todo cuando en un breve descuido se abalanzaban sobre algún postre o platillo que osáramos dejar a su alcance. Dichos sentimientos desembocaban en gritos y juramentos contra los asquerosos bichos, seguidos de una breve cruzada por aplastarlas, incluyendo mover y hasta desarmar todo aquel mueble, electrodoméstico, moldura o cajón hacia el que hayan sido vistas huir.
Terminar la batalla barriendo cadáveres, desechos y polvo se consideraba una victoria que me dejaba un buen sabor de boca, aunque seguramente ese sabor habría sido mucho mejor si simplemente no hubiera notado la presencia de los bichos y terminara comiendo el platillo como si nada. Bendita ignorancia.
Ivonne muchas felicidades! Me encanta tu forma de narrar , tienes ese don de trasmitir tus vivencias y emociones. Te deseo mucho éxito. Saludos