Cabello detrás de la oreja

Foto de Bianca Lucas en Unsplash

Tenía canas en las sienes, vestía de camisa azul celeste. Nos volteamos a ver en la fila del supermercado y me sonrió con cortesía. También sonreí pero bajé la mirada porque sentí un leve escalofrío, de esos que son tersos y sinuosos y no afilados como rayos. Me sorprendió reaccionar de esa forma: que algo automático se disparara en mi interior. La intrincada ciencia de la atracción haciendo sus intrincadas volteretas. Hace de todo: personas guapas que no nos despiertan nada, personalidades que nos derriten por dentro, miradas que seguimos recordando hasta altas horas de la madrugada. Señores que nos sonríen en el supermercado que seguimos rememorando y nos orilla a escribir de ellos.

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Lo vi a lo lejos, tenía el cabello largo y dorado, en contraste con la barba oscura y tupida que llevaba con desgarbo. Lo saludé con la mano y a su vez me invitó a acercarme. Al llegar a donde estaba, mi corazón latía como si hubiera subido una montaña. Cuando me sonrió sentí que mis piernas perdían fuerza. Desde ese momento y en adelante —y durante muchos años— estuve enamorada de Mario. Es imposible olvidar cuando bajo nuestros pies se abre una compuerta y caemos en un tobogán hacia lo desconocido. No todos los gustos se convierten en amor, esa fue mi primera vez. 

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La fila era —por fortuna— larga y lenta, así que pude —luego de una pausa disimulada— volver la mirada al señor guapo y canoso de la camisa azul. Ví que llevaba el cabello un poco largo y ondulado, que sus ojos eran cafés claros y que sus cejas y la incipiente barba eran blancas casi por completo. Regresé la mirada a mis compras, acomodé los productos en mi carrito, busqué algo incierto en mi mochila, miré el celular y luego, por fin, lo miré de nuevo. Llevaba pantalón de mezclilla y alpargatas cafés. Iba desfajado y las mangas dobladas, no llevaba joyas, ni reloj. Su semblante era el de alguien que siempre está a punto de sonreír. De pronto, el milagro: presencié la luz que nacía en sus ojos mientras saludaba a un muchacho. De nuevo tuve que bajar la mirada y ordenar las cosas en mi carrito. 

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En una época gloriosa me fascinó una mujer. Era —y es— hermosa, con su cabello largo, larguísimo, escandaloso; con sus ojos oscuros y sus cejas tupidas; con sus labios suaves acompañados de un lunar bellísimo que yo procuraba no mirar demasiado. Me gustaba verla esperándome cuando salíamos a dar la vuelta. Siempre llevaba botas altas, se envolvía el cuello con enormes mascadas de colores y en sus manos traía un sempiterno termo con café. Cuando me veía acercarse su sonrisa resplandecía, yo llegaba flotando de gozo a abrazarla, me hundía en su cuello, quería quedarme ahí.

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El muchacho era su hijo, no había duda. No solo tenía los mismos rasgos sino que vestía con el mismo estilo que su padre. Tendría unos veintitantos. Me resultó poco menos que atractivo, incluso odioso. Los vi y supuse que el señor guapo de la camisa azul se vería así en sus veintes, con la delgadez de esas edades; el cabello más tupido, la piel más tersa. Me pregunté si el chiquillo lucirá tan bien como su papá a los cincuentaitantos. Quien sabe, el aspecto no solo está en lo físico, también en el trato, la mirada, la afabilidad o la falta de esta. El señor resplandecía, el chiquillo destilaba arrogancia. Agradecí que ya no me gusten los veinteñeros, claro que a mi edad más que una concesión es lo apropiado, porque en los gustos también está nuestro reflejo. Además, me gusta pensar que la edad también a mí me da esa pátina de madurez que me sonrojó las mejillas cuando vi al señor guapo de la camisa azul.

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En otra ocasión me gustó alguien a través de las palabras, así que cuando lo conocí en persona y sentí, una vez más, que mis piernas se hacían de un material maleable y mi corazón quería salir de mi pecho, ya sabía que todo estaba perdido. Quedé cautivada con sus ojos verdes atigrados, su barba desaliñada y su cabello castaño claro con algunas canas que le llegaba hasta los hombros. En ese estado perdí la voluntad cuando vi sus manos hermosas hacer señas mientras reía con nerviosismo. Porque también estaba nervioso y al descubrirlo me saltó el corazón, me tembló la voz pero aún así me las ingenié para peinarme el cabello detrás de la oreja. Nunca olvidaré el brillo de su mirada cuando hice ese gesto. La compuerta se abrió bajo nuestros pies. Por fortuna caímos juntos. Hay caídas hermosamente catastróficas. Esa fue una. 

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Estábamos por llegar a la caja cuando el señor guapo y canoso de la camisa azul le dijo algo a su hijo, sacó su cartera, le dio varios billetes y dibujó con sus manos algunas indicaciones en el aire. No alcancé a escuchar su voz, pero vi sus manos largas, su espalda ancha y su permanente sonrisa. Con disimulo lo vi alejarse mientras yo acomodaba de nueva cuenta los productos del carrito. No cabe duda de que la atracción no tiene reglas, incluso si nos aferramos a ciertas características que creemos indispensables (me gustan de cabello largo, con lentes, músicos, etc), llegará la persona que desbarate todo ese cuento que nos hemos creído. Recuerdo que durante una época muy mala, lo mejor que pude hacer fue desconfiar de mi gusto. Funcionó. Porque lo que nos atrae de otros se conecta con algo dentro de nosotros, y hay momentos en los que solo anidamos podredumbre.

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El gusto no siempre entra por los ojos. En mi segundo día de la universidad escuché la participación de un compañero al que no alcanzaba a ver —yo me había sentado al final del salón—.  Cuando se acabó la clase me apresuré a la salida para ver al muchacho de la chamarra de mezclilla ese de la voz gravísima que me había cautivado. Tal vez no debí hacerlo, desde ese día y durante muchos años escribiríamos una historia de amor a destiempo que jamás podría concretarse. El amor platónico apasionado lastima y quizá por eso nos alejamos resignados. De cualquier forma amé —y recuerdo con cariño— su tez morena, sus ojos grandes de mira triste, su cabello negro y largo, sus manos enormes y el calor de su tacto. 

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Siempre he sido un caos cuando voy a pagar en el super. Acomodar cosas, tener la tarjeta a la mano, checar el boleto de estacionamiento, responder sobre promociones, mensualidades, facturas, redondeos; pulsar nips, recoger las cosas, traer cambio para los cerillitos. Esta vez lo logré casi sin contratiempos y por fin pude alejarme con el carrito lleno de cosas que de ese lado de las cajas ya me pertenecían. No esperaba encontrarme de nueva cuenta con el señor guapo y canoso de la camisa azul. Lo encontré casi de frente, volvió a sonreírme, custodiaba su carrito, supongo que estaría esperando a su vástago. Le devolví la sonrisa. Confirmé que de cerca era mucho más atractivo, simulé acomodar los papeles que aún traía en las manos. Pasé junto a él y me dijo: Hasta luego, señora, mientras su sonrisa se hacía más amplia y su mirada resplandecía. Casi me persigno, pero recordé a tiempo que no sé hacerlo. Le respondí a media voz: Hasta luego, y me acomodé el cabello detrás de la oreja. No me atreví a verlo, me alejé como si aquel carrito tuviera cosas que no hubiera pagado. De todas formas me regocijé de lo ocurrido cuando me subí al auto, cuando salí del supermercado y me dirigí a casa. 

2 respuestas a "Cabello detrás de la oreja"

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