Dios me perdone
Ojalá Dios me perdone porque he fracasado como feligrés en varias doctrinas.
De niña mi abuela me llevaba a la iglesia adventista. Desconozco la historia de cómo ella llegó a esa religión, pues provenía de una familia católica. Me gustaba ir a la iglesia, lo que más me divertía eran las historias que nos contaban las maestras en “la escuelita”; es decir, el salón para niños en donde daban las lecciones bíblicas. En un pizarra de fieltro iban poniendo a los personajes de la Biblia hechos con peyón coloreados con gran esmero y talento. Dios era representado de diversas formas: un remolino de fuego, una nube brillante, un cúmulo de viento y haces de luz.
Su método era fascinante, con los ojos como platos los niños veíamos a José con su hermosa túnica y Daniel sobreviviendo al foso de leones mientras la maestra iba pegando y despegando personajes sorprendentes en el escenario de tela. En mis recuerdos aquellas imágenes cobraban vida, supongo que era el efecto de la destreza de las maestras para contar historias y lo profundos que son esos pasajes.
A pesar de mi felicidad en aquella iglesia nunca me sentí parte de la congregación. Siempre fui una invitada, incluso una intrusa. Los niños no perdonan las diferencias y yo tenía una muy marcada: usaba aretes y una esclava de oro en la muñeca izquierda y mis padres no asistían a las congregaciones sabatinas. En esta iglesia las joyas no estaban bien vistas y, aunque las mías eran discretas y las usaba por gusto de mi madre, eran suficientes para que mis compañeros no me aceptaran en su comunidad.
En una ocasión nos llevaron de paseo al parque urbano y cuando hicieron equipos yo fui, por supuesto, la última en ser elegida. Con el ánimo derrumbado pensé que si no usaba las joyas se sentirían más cómodos conmigo, así que me quité los aretes y la esclava, pero como no tenía bolsillos los guardé en mis tenis —no juzguen a la Vonnecita de 8 años— y me fui a jugar captura la bandera. El resultado: nadie pareció notar que ya no traía mis aretes; quizá yo consideraba que era la única razón por la que me rechazaban aunque no era así. Además, claro que sí, perdí la esclava, recuerdo que durante un rato se me clavó en el empeine del pie y la acomodé varias veces, cuando dejó de molestarme fue porque ya la había perdido.
Muchos otros pequeños detalles impidieron que me sintiera parte de esa iglesia que me presentó a Dios; quizá lo único relevante de haber asistido por años a ella. Y es que, aunque no profese esa religión, sin duda las lecciones en la escuelita, el estudio bíblico y mi propia abuela, marcaron a fuego mi concepción de Dios y de la vida. En esa etapa cuasiadventista oraba con fervor, estudiaba las lecciones del día en un librito que mi abuela me compraba cada mes, aprendía versículos, hacía dibujos, iba al taller bíblico, y todo esto lo disfrutaba en verdad.
Sin embargo, me fui decepcionando poco a poco de la vida adventista. En parte porque nunca me sentí completamente parte de ella; también porque nunca pude renunciar a la carne de puerco, mariscos ni cocacola —los adventistas llevan una dieta más o menos kosher—. Además me parecía un exceso no poder hacer nada los sábados —que, como todo sabbath, comienza los viernes por la tarde y hasta la siguiente puesta de Sol— desde no ver la tele, escuchar música o jugar. No cumplir estas reglas me inundaban completamente de culpa y lloraba con la sola idea de decepcionar a Dios, pero también estaba convencida de que esas prácticas eran lo de menos, que a Dios le importaría más que fuera buena persona, honesta y dadivosa. Ambas ideas me jaloneaban el ánimo y la fe.
Mi idea absoluta de Dios tomó un giro cuando, a pesar de que iba asiduamente a la iglesia adventista con mi abuela, mi madre tuvo la extraña idea de que hiciera mi primera comunión. No sé cómo le nació la idea; bien pensado parece que cada generación reniega de la anterior en asuntos espirituales —también yo cumplo la regla—. Así que, aunque jamás habíamos ido a una misa católica, mi mamá me llevó al catecismo —a esas edades uno no recibe explicaciones sino indicaciones y órdenes—.
Fui un par de veces al catecismo que daba una vecina que nos caía mal —a decir verdad casi todos los vecinos nos caían mal—, a la que apodamos “la Chiqueada” porque sus hijos —tenía dos niños de mi edad— que a pesar de estar en primaria mayor seguían hablando como niños pequeños que aún no pronuncian las erres. La Chiqueada me dio el consabido folletín del Catecismo que me aprendí de memoria. Fue lo más fácil del mundo —siempre me ha gustado memorizar cosas— y luego de un par de sesiones le dije a mi mamá que solo me preguntaban lo mismo una y otra vez. No sé si esto la convenció de no llevarme más a dichas reuniones, pero no terminé el curso.
En realidad pensé que aprenderse las oraciones y las preguntas del folletín era todo lo que tenía que hacer, y lo siguiente era ponerme un vestido muy bonito que mi madre escogió y tener una fiesta llena de regalos a la que iría toda mi familia. Sin embargo, un día antes de mi primera comunión mi mamá me dijo que tenía que confesarme y me llevó al templo del barrio en el que vivíamos. En el camino me explicó que confesarse no era más que hablar con el padre, no me pareció algo tan complicado. Pero aquello fue una catástrofe.
Cuando el padre dijo “Ave María purísima…” y me quedé en silencio me observó con severidad a través de la ventanita del confesionario. Continué en silencio con el corazón saltándome en el pecho cada vez más fuerte porque al paso del tiempo él agudizaba la dureza de su mirada. Yo no sabía que confesarse fuera tan difícil y de pronto él por fin dijo “¿Por qué no contestas nada, niña? Se dice: ‘Sin pecado concebida’”. Obedecí aunque no sabía qué significaba aquello. Asintió molesto y continuó: “¿Hace cuánto que no te confiesas?”. Cuando le dije que nunca salió del confesionario exasperado y me dijo “¿Y qué haces aquí? Esto no es un juego”. Me ordenó que saliera de la casita esa en la que se confiesan los de esa iglesia.
Recuerdo que le dijo dos o tres frases duras a mi madre por saltarse los protocolos, pero de todas formas accedió a hacerme un exámen extraoficial para que la misa pagada (en otra parroquia) y la birria programada del día siguiente no fueran en balde. Me preguntó el Padre Nuestro, el Credo y demás. Mi memoria me salvó, mi madre me sonrió discretamente.
“Ahora persignate”, dijo. Miré a mi madre con urgencia que notó mi turbación. Nunca había visto a nadie de mi familia persignarse, ni siquiera a mi mamá, mucho menos a mi abuela. Buscando en los recuerdos de las telenovelas, en donde sí había gente persignándose, moví mi mano en distintas direcciones. El padre casi revienta de rabia ahí mismo y nos echó.
De regreso a la casa mi madre me dijo que al cabo ni se necesitaban a los padres para hablar con Dios, que esa noche orara arrepintiéndome de todos mis pecados y ya está. Oré como todas las noches y no encontré mucho de qué arrepentirme, Dios estaba al tanto de mis asuntos. Aunque sí le dije que me sentía mal por romper las reglas de su otra iglesia; también que tenía miedo de cometer algún pecado por recibir la Comunión sin haberme graduado del Catecismo en tiempo y forma y de no haberme confesado con el padre.
Al día siguiente hubo trajín desde muy temprano y no paró hasta muy entrada la noche. Por fin me pude poner el vestido bonito y mi madre me peinó con un chongo alto aún más relamido y apretado que nunca. En la misa mi madrina me dio una vela y un collarcito que me dijo se llamaba rosario. Nunca lo usé.
Todos sabemos que en las primeras comuniones no se dan regalos; al menos en los noventa, porque los ritos se van complejizando y comercializando al paso del tiempo. Yo lo desconocía. Cuando vi que ningún invitado trajo regalos y que mi madre no accedió a que me quitara el vestido para jugar a las escondidas con mis primos, sentí que todo ese asunto de la primera comunión era más bien engorroso y sin sentido.
La iglesia de mi abuela no tenía ceremonias tan solemnes —y cansadas— como las misas, y me resultaban mucho más claros los sermones, los estudios de la biblia y las reflexiones de los pastores que, además, eran amables y simpáticos. Claro que tenía sus ritos importantes, como los bautizos, acaso el más importante para los adventistas. Por supuesto yo nunca tuve el mío.
Dejé de ir a la iglesia adventista en algún punto de la adolescencia porque nos mudamos de ciudad. Además a mis padres, quién sabe entonces por qué, les entró la moda de asistir a misa cada domingo. Jamás le tomé aprecio a las misas, los padres me parecían antipáticos y aburridos, las interpretaciones de la Biblia me parecían pobres y los sermones adoctrinantes y cuadrados. Me sentía jaloneada de nueva cuenta, la versión Católica de Dios, de Cristo me pareció cursi y lejana; el asunto de los santos, y ya no digamos el culto a la Virgen, me resultó bastante problemático. Quizá porque no los conocí mediante fascinantes relatos con muñecos de peyón. Además, los católicos tienen un intrincado organigrama de deidades y un apego a los objetos que me resulta cuestionable. Representaciones en piedra, en madera, en oro; figuras específicas que son más milagrosas que otras. Aquello me resonó, en mi formación adventista sin altares ni objetos sagrados, cercano a la idolatría.
Mi abuela sigue siendo adventista, mis padres dejaron de asistir a misa y años más tarde se hicieron cristianos. Con mi primer esposo conocí un lado más complejo y profundo del catolicismo; descubrí que más allá de la idea acartonada de la Iglesia Católica, hay una doctrina que puede tocar el corazón y encaminar a las personas a ser espirituales y justas con sus semejantes. Que, dada nuestra pobre condición humana, esos ya son temas mayores.
La fe sigue siendo un tema central en mi vida, no así las religiones, de las cuales nunca me sentí parte aunque las conocí de cerca, no solo las dos que mencioné, sino otras a las que me acerqué con verdadero interés. Siempre hay algo que no termina de encajar; antes pensaba que eran los ritos, los dirigentes, las imágenes, ahora sé que soy yo. Quizá porque se me da mejor la rebeldía que la feligresía.
De cualquier forma de lo que sí me he sentido parte es de Dios, y, como decía al inicio, ojalá me perdone por mi fracaso en las religiones. Aunque esto ya lo sabe, está al corriente de mis asuntos, y no por omnisciencia sino porque, a pesar de mis tumbos religiosos, jamás se ha interrumpido nuestra comunicación.