Un día quise ser de la música
Siempre quise que la música fuera mía. Que se escurriera de mis dedos. Que saliera de mi pecho en ese orden que perfuma el viento y mueve los cuerpos tangibles y sutiles. Quise ser de la música, que me transformara a placer con su sustancia. Quise aprender los secretos de hacer música, esa magia efímera de lenguaje propio.
Primero a la fuerza y después por cobardía se diluyó mi anhelo de ser músico, mi deseo de pertenecer a esa estirpe de encantadores que hacen salir de la cesta pasiones de todos los colores. Siempre he sentido envidia por esa felicidad que irradian los músicos cuando tocan, y ese semblante de plenitud exclusivo de ellos, y a veces de los niños pequeños.
Abandonar un sueño que se persigue no es fácil, en primer lugar porque los sueños no deben perseguirse, y luego porque a veces no soportan la brutalidad de la realidad. ¿Quién dijo que no se puede destruir nuestra “verdadera” vocación?, ¿Quién que sólo basta desear algo con todo el alma para que se haga realidad? ¿Cómo se destruye un sueño; cuándo se da uno cuenta de que ya es tarde para cambiar la ruta caminada, y cómo podrían sobrevivir los sueños incumplidos tras la avalancha de vida que es la vida? Al contrario de lo que se piensa, los sueños y las vocaciones no necesitan de embates terribles para desmoronarse; son de la misma consistencia de las nubes y se disipan con la desilusión que provoca una minúscula crítica, incluso, por el pequeño golpe de un desdén.
Bajo el lema de “los músicos se mueren de hambre” que obtuve como respuesta a mi intención de entrar a la escuela de música, me inscribí a otra carrera. Aunque la esperanza me confortó diciendo que solo estaba posponiendo mi deseo por un tiempo breve, tan pronto me alcanzó la vida cotidiana comencé a creer que era estúpido el sueño de ser aquel que rasca un güiro o aquel otro que sopla una flauta. Creí que sentarme en un cajón español era tan ocioso como aprenderme canciones que nadie escucharía. También creí —le creí al mundo— que el trabajo es solo aquel que se produce a destajo, el del pago programado y que jamás podría ser algo que se pudiera disfrutar. Creí que, a principio de cuentas, el trabajo debe sufrirse y que solo somos felices con él cuando estamos de vacaciones.
Un día, luego de salir de mi trabajo seguro y de paga quincenal, fui a presentar un examen de admisión para entrar a la escuela de música. El maestro encargado de la prueba resultó ser un tipo gritón y altanero, con un ego que nos dejaba sin aire a la veintena de personas que estábamos ahí. Preguntó de uno por uno un ritmo que escribió en el pizarrón, luego nos pidió solfear unas notas. Cuando me tocó las notas se apiñaron en mi pecho y salieron sin orden a pesar de que era algo sencillo. El maestro paró con una seña aquel desfile maltrecho que escupí y me dijo que había atinado una sola nota. Pasó el turno al siguiente aspirante sin darme la oportunidad de corregir el desorden provocado por mi nerviosismo. Salí de ahí derrotada. No tanto por el maestro como por esa voz que siempre sonaba cuando hacía algo fuera de lo que se esperaba de mí —¿quién lo esperaba?, sabrá Dios—. Estoy perdiendo el tiempo, me dije, y no regresé al día siguiente a terminar el examen.
A pesar de mis derrotas, me he dado cuenta de que en realidad jamás he renunciado a la música. Algún tiempo toqué el órgano en misas para un coro y las percusiones con el único grupo al que he pertenecido; hasta hice un par de modestas giras con ambos proyectos. Sé bien que todos mis compañeros eran músicos en toda regla, mientras que yo solo fui y he sido una apasionada de la música. Sin embargo, por fin he comprendido —¿son las cosas que dan los cuarenta?— que a veces los caminos cerrados son en realidad atajos a otras cosas. Por eso escribo con el entusiasmo aquel de cuando íbamos a tocar, voy a todos los conciertos posibles, escucho toda la música que me recomiendan, la vivo con esa alegría de músico y de niño. Porque la música es mía y soy de ella, y sobre todo porque hay muchas formas de ser músico. Ah, sí, y también estudio guitarra un poquito cada vez, sin prisas, sin sobresaltos, como se hacen las cosas que uno ama.