Discos rayados y tardes imposibles

Foto de Miguel Ferreira en Unsplash

No sé si es el mentado mercurio retrógrado, que estoy leyendo La guerra no tiene rostro de mujer o los rastros del estrés del temblor (del 19 de septiembre del 2020) pero tengo varios días —semanas ya— en un estado de ánimo revuelto, intranquilo. Con una estela de tristeza que no termina de disiparse, parecida al tren en el cielo de un avión que pasó hace mucho rato. 

Los pensamientos catastróficos siempre han sido la canción de fondo de mi mente. Como siempre pasa en estos asuntos silenciosos de la mente, creía que a todas las personas les pasaba lo mismo hasta que fui a terapia. Poco a poco fui descubriendo los estratagemas que usan esos pensamientos para estar activos, presentes e invasivos. Son una mala hierba que hay que retirar con esmero, a sabiendas de que nunca se podrán erradicar del todo. Hay etapas en las que su crecimiento es mínimo, pero otras… otras invaden el jardincito ese secreto que todos tenemos dentro y nos lo estropean por completo.  

A los pensamientos catastróficos no se les elimina combatiéndolos, porque, en realidad, no hay batalla que librar. Parece, pero no la hay, es su trampa. Luchar solo los alimenta, hacen que la mala hierba se vuelva plaga. Cuando dejé de luchar, contrario a lo que pensé, los pensamientos también se detuvieron, la mala hierba se redujo al mínimo. Respiré como hacía mucho no respiraba. 

Pero vuelven, siempre vuelven. Cambian su estrategia, acechan, anidan y una noche, suben el volumen todos a la vez. Aquello se traduce en agitaciones, manos sudorosas y llantos de la nada por cosas que van a pasar, que estoy segura de que van a pasar de un momento a otro. En medio de las palpitaciones y la angustia es difícil recordar la teoría. Y de pronto: otra voz —que también es mía— pide calma, impide la lucha y ondea una bandera de rendición. Me rindo ante mí, por mí, para mí. La respiración se acompasa, el ritmo cardiaco también, a veces brota llanto, lo acepto, a veces brota compasión, me abraza.

Y en estos días así va el ánimo: lleno de esa mala hierba, con la tristeza, si bien debilitada, presente. Cuando me preguntan qué tengo no sé decir, balbuceo y digo: Pues, tristeza. Pero luego me preguntan de qué no puedo explicarlo. Así que procuro no decirlo, aunque vivo rodeada de personas que me conocen bien y saben que algo pasa aunque no saben qué, pero yo tampoco.

A veces lo más sensato en un día melancólico es tomar una siesta, o dos. Lo malo es esa constante voz que me recuerda los pendientes, que tal vez debería estar haciendo algo de “provecho”. Le hablo con tranquilidad, le digo que ambas sabemos que tras la siesta nos sentiremos mejor. Discute, saca cuentas de los días que he pospuesto tal cosa o aquella. Y hablamos un rato, a veces me convence y me levanto, hago algunas cosas de esas que dice que son impostergables y cuando me siento mejor me dice: ¿lo ves?, te dije. Pero a veces no me siento bien y soy yo quien se pavonea con la triste fortuna de tener la razón. Otras veces nos arrullan nuestras charlas y dormimos, descansamos un rato de tantas voces y sensaciones. Casi siempre despierto sola, con los pensamientos calmados y la voz interna muy queda. 

Así como la siesta funciona, las caminatas también lo hacen. Solo que para levantarme a hacer tal cosa sí necesito un poco más de ánimos y por las tardes —mi peor hora— a veces no me alcanzan para tanto. Una vez en la calle, con el peso en los hombros, camino con los pies casi a rastras. Casi siempre aprovecho para pasear a mis perritos y casi siempre antes de terminar la primera vuelta a la manzana, me siento mucho mejor. Debería tener más presente este resultado, pero en la bruma de las tardes olvido los pequeños triunfos.

He intentado muchas cosas para aligerar mis tardes. Leer, caminar, meditar, tocar la guitarra, escribir, bañarme, comer, dormir, tomar whisky; rutinas de dos o tres cosas de esta lista. Todo funciona pero no es un remedio, lo que me funcionó ayer puede no funcionar hoy y eso me asusta. Pero lo intento, como todos lo hacemos, porque aunque no todos tienen el mismo disco rayado en la mente, tendrán otro u otros síntomas; serán las mañanas y no las tardes las horas más difíciles o el abismo ese llamado noche; lo que podemos hacer es intentar y volver a hacerlo, mientras tengamos la fortuna de seguir haciéndolo. 

4 respuestas a "Discos rayados y tardes imposibles"

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