Nostalgia tapatía
Un Sanborns Café, un Sanborns (tienda y restaurante), una Fábricas de Francia y un Suburbia, eso había en cada una de las esquinas de Av. Juárez y 16 de septiembre, el crucero más céntrico de Guadalajara. Hoy solo queda el Suburbia, las Fábricas de Francia se transformaron en un Liverpool; hace mucho que en vez del Sanborns Café hay una librería Gonvill y la tienda Sanborns cerró sus puertas durante la pandemia —en este momento no recuerdo qué hay en su lugar—.
Durante un año trabajé en el Sanborns Café, fue a finales del siglo XX —para efectos dramáticos es necesario escribirlo así—. Desde entonces aquel lugar ya tenía su carga nostálgica, las personas mayores me contaban que antes ahí había un Denny’s y que durante un tiempo —ya en la era del Sanborns Café— había un bar en el sótano. Alguna vez pude ver aquel lugar: tenía gabinetes redondos de color café, mesitas doradas, largos espejos y candelabros; estaba alfombrado y tenía un piano de pared. Su barra también tenía espejos y remates dorados. Era uno de esos vestigios de elegancia que han pasado de moda y sus mejores años. Solo pude verlo una vez, no estaba abierto casi nunca, excepto cuando el gerente preparaba ahí sus cortes mensuales. Fui a llevarle café y pude ver aquel lugar detenido en el tiempo.
He ido a la librería Gonvill algunas veces y por más que he tratado de ubicar en el piso inferior aquel bar desaparecido, la memoria no me ajusta, así que les he contado a mis acompañantes, mientras hago señas en el aire: “aquí estaba la cocina”, “acá, creo, los lockers y acá el área contable”. Pero se me acaba el espacio y no atino a ubicar el bar que alguna vez visité. O creí visitar ¿quién puede confiar en los recuerdos?
También esquina en la que ahora está el Liverpool tiene su propia historia de pérdida, antes era un edificio colonial, luego remozado con el estilo afrancesado que proliferó en el porfiriato. La modernidad lo alcanzó cuando se ensancharon las calles y se derrumbaron las fachadas de una buena parte de los edificios de la zona. Siempre estamos perdiendo nuestro pasado. Esto no es del todo negativo, aunque derrumbar portales —o lo que sea— para que pasen autos fue y sigue siendo una pésima idea.
No es cosa menor cuando alguien nos cuenta que ahí había un bar y allá un café. Que en esa torre de departamentos antes había una escuela y allá un jardincito arbolado. El progreso, ese mito tan costoso y voraz, se está llevando desde siempre lo mejor de nuestros espacios. Y no es porque me preocupe que Slim cierre una de sus sucursales, sino porque se van quedando atrás, y sin testigos, nuestros recuerdos más queridos, nada los sustenta más que nuestra frágil memoria. Y más pronto de lo que creemos nos hallamos en medio de una librería dibujando puertas, candelabros y espejos que nadie ve ni intenta imaginar.
Le tengo desconfianza a la nostalgia. Ya no se diga a la nostalgia por el ente ese llamado ciudad, peor: “mi ciudad”. Se me da lo apátrida, aunque no voy a negar que me gusta que las cosas permanezcan en su sitio, con sus lugares bonitos y sus rincones impresentables. Tal y como me gusta que no me esculquen mi cajón de recuerdos.
A veces añoramos cosas que jamás vimos, como el tranvía o los jardines de la Plaza del Expiatorio. A veces nos apena el cierre de un negocio al que teníamos años sin ir cuando bajaron la cortina, como La Colonial o el Rojo Café. A veces pasamos por lugares en los que fuimos felices y hallamos pruebas de que no soñamos aquello que añoramos, como el Roxy que conserva su anuncio exterior. Otras nos resignamos a la pérdida de bares y cafés y otras pasamos por la calle del Madoka nomás para cerciorarnos de que sigue funcionando.
En fin, que a la par de la transformación de “nuestra ciudad” se transforman nuestros recuerdos y eso es lo que nos acongoja, porque nunca estamos preparados para ello. Eso es lo que nos asusta cuando vemos convertida en una tienda de trajes que aspira a ser elegante —ya me acordé qué hay ahora en lugar del Sanborns—. Eso es lo que nos indigna porque ya quedaron atrás y para siempre aquellos tiempos en los que íbamos a hojear revistas que no podíamos pagar, a usar los baños y a ver en las vitrinas pasteles horrendos y cursis para bodas y quinceañeras.