La mesita de mi psicólogo
La mesita que tiene mi psicólogo en su consultorio es de mimbre. Cada tres semanas la veo, me gusta verla. Tiene un lindo color oscuro y su tejido es elegante. No es perfecta, sus fibras naturales son irregulares y en la esquina que siempre veo tiene un nudo en la fibra que sobresale del resto. Mientras estoy ahí, mientras hablo o escucho o lloro, muy seguido miro la esquina de la mesa y me dan ganas de sacar mi navaja y hacerle un pequeño corte para igualar la fibra y de paso recorrerla un poco para que luzca más uniforme. Es una mala idea pero recurrente. Por fortuna mi psicólogo no se ausenta de la sala, así que no he tenido que enfrentarme a la tentación de arreglar el imperfecto perfecto de la mesita.
Tengo más de dos años yendo con mi terapeuta. Los motivos por los que inicié con él fueron, como todos en estos casos, lastimosos. Pero también, como en todos estos casos cuando el vínculo funciona, el avance ha sido benéfico. Al menos para mí, sabrá cómo calificará mi psicólogo el que yo sea su consultante.
Lo cierto es que además de ser un buen terapeuta para mí, también es un tipo interesante y agradable. Le gusta leer, hacer ejercicio, ama a su perrita, está casado, no tiene hijos y da clases en licenciatura. No sé mucho más, muy pocas veces se asoma el Mauricio de verdad. Imagino que es parte de la magia de los terapeutas. Me resulta muy peculiar que pueda conocerme tanto y yo apenas dos o tres de sus rasgos generales. Como una relación dispareja que sí funciona.
Ahí en su consultorio he llorado varias veces y con diferentes grados de drama y de dolor, cuando eso pasa siempre veo la esquina de la mesita y me dan más ganas aún de sacar la navaja y arreglar de una vez por todas ese desperfecto. Mauricio tal vez no lo sabe pero cuando lloro siempre hace una cara particular. Mejor dicho: ni siquiera una cara sino una leve expresión a la que le he buscado nombres y el mejor sería: empatía. Hay algo en esa expresión que me conmueve. Dura apenas una fracción de segundos antes de que retome la situación el Mauricio terapeuta. Cuando la vi por primera vez me di cuenta de que estaba en el lugar correcto.
No me equivoqué, es la única persona que me ha ayudado a comprender el limbo de las tardes, ese limbo que me persigue desde siempre y que muchas veces tildé de nimio sin darme cuenta que ahí latía una tristeza añeja, como una costra que debajo mana pus. También me ha ayudado a mirar con compasión los miedos más absurdos que me abruman, y a quien le he confesado un par —o dos pares— de cosas que jamás le he dicho a nadie, ni siquiera a mí misma; es decir: en voz alta. Los mejores terapeutas te hacen decir lo indecible.
Cada vez lloro menos y aprendo más, quizá porque la crisis que me hizo tocar su puerta ya pasó. También ya pasó la terrible etapa en la que hay que recoger el reguero que dejan los tsunamis emocionales. Por eso actualmente voy tan solo cada tres semanas. Ese distanciamiento paulatino que van poniendo los terapeutas es señal de un proceso que ha funcionado, creo. Aunque sé que eso significa que algún día dejaré de ir con Mauricio como he dejado de ir con otros terapeutas en otros tiempos y en otros tsunamis.
Lo cierto es que tras las despedidas los he extrañado poco, quizá porque sus enseñanzas se mantienen presentes. Como un cariño perenne que no necesita mayor cuidado. A veces pienso que es mejor si no vuelvo a ver a Mauricio y de inmediato siento que la ansiedad me cosquillea en el estómago y que la mente comienza a saltar de rama en rama. Entonces me digo: bueno, eso no está pasando ahorita, tranquilos todos ahí adentro. Y todos se calman, descansan en este momento. Sé que va a pasar pero, por lo pronto, dentro de tres semanas volveré a su consultorio y me sentaré en el sillón de mimbre y me dirá que me ofrecería agua pero que ve que traigo mi bote y veré la esquina de la mesita de mimbre y me dirá ¿cómo has estado, Vonne? ¿Qué tal van las tardes?
Empatía
Ésa es la clave de Mauricio