La obra se llama ballet

En esta casa se desayuna, come y cena ballet. No solo eso, entre comidas las gemelas danzan en los pasillos, en la cocina, en el baño, en cualquier espacio por pequeño que sea, aunque al terminar la piruet o el fuete tiren una cazuela o se den en la esquina del librero. Incluso han chocado sus piernas en el aire al intentar hacer el mismo movimiento al mismo tiempo —a saber si es porque son bailarinas o gemelas o ambas—. 

A veces desayunamos viendo Coppelia y cenamos viendo el ensayo del Royal Ballet, pero lo que más disfruto de esto es ver a las gemelas que explican, de nuevo, de qué va la historia del ballet musicalizado por Léo Delibes o bien nombran los pasos de los solistas: ¡grand jeté, arabesque, double tour en l’air! 

El ballet no se detiene jamás aunque estén sentadas, en el auto o en la sala de espera de la dentista. Las bailarinas de tiempo completo murmuran tonadas y con los dedos índice y medio recrean coreografías completas. La cosa no es un juego, las he visto acusarse mutuamente de “entrar tarde” y, con los dedos bailarines en segunda posición, discutir quien lleva la razón. También se felicitan cuando por fin caen en el tiempo mientras salen los dedos del escenario. 

Será porque nunca había visto una vocación en acción que me sorprenden las gemelas y su ballet. También las envidio, qué ganas de saber qué quieres hacer en y con la vida. O al menos qué ganas de que algo te corra por las venas, llene tus días, dirija tu atención, tus sueños. Por otro lado, qué ganas de las clases, de los uniformes hermosos, de los vestuarios, de los peinados. Qué ganas de los aplausos, de las flores, de las felicitaciones. Pero sobre todo qué ganas de no cansarse de lo que apasiona, de poner videos, canciones, leer libretos, conocer teatros, bailarinas, maestros, coreografías. He visto y vivido obsesiones, gustos arrebatados pero no esto, no esta vocación que parece más inspiración divina que simple gusto. 

Nosotros, tal vez ni ellas, estábamos preparados para lo que se avecinaba cuando les sugerimos tener una clase extracurricular: hubo gimnasia, piano, esgrima, circo, scouts. Hubo baile folclórico y gustó más, duró más. Pidieron ballet, las llevamos a una escuelita que pronto les pareció insuficiente. Hicimos una larga espera en otra, más que nada por la pandemia. La maestra por fin las citó para una clase de muestra y una prueba. Las aceptó de inmediato. Eso sí, nos dijo de forma irónica que si conocíamos las alcancías. Cuando le dijimos que sí, siguió sonriendo y agregó: pues comiencen a hacer dos.

Al principio iban a ir dos veces por semana, un año después ya iban cuatro. Dos años después solo descansan —descansamos— martes y domingo. Porque la vocación es de ellas pero la responsabilidad es nuestra. No es queja —aunque la hay— sino cansancio, aunque valga la pena, tal como es ser padres. 

Así, mientras desayunamos, comemos y cenamos ballet, también hay audiciones, competencias, viajes, vestuarios, llantos, pleitos, olvidos, preocupaciones. Todo lo sufren —sufrimos— con pasión pero todo es poco para ellas y su ballet. No tanto para nosotros que desembolsamos cantidades ridículas de dinero en zapatillas, aditamentos y vestuarios; en mallas, pasadores y tocados; en inscripciones, boletos, snacks y comidas —porque debe decirse, las bailarinas comen y mucho y muchas veces—. 

Quién sabe en qué desemboque esta vocación profunda y doble. A nosotros no nos queda más que ser siervos de la vocación demandante de las gemelas tiránicas que exigen con impunidad y desentendimiento, pero sobre todo con pasión. Una pasión que jamás había visto en nadie y que es satisfactorio sostener pero que también aplasta, sobaja, asusta, doblega, retuerce y hace llorar; así, igualito que al ser padres. 

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