Ser como Barbie

Ella era espectacular, no solo porque así se llamaba sino porque realmente lo era. Su vestido de noche color salmón con su larga estola y su blusa blanca brillante la hacían lucir hermosa. Su peinado era sencillo pero glamoroso. Su estola, además, me la prestaba para adornar mi cola de caballo ¿qué más se podía pedir? Poco más. Quizá por eso sabe bien ser niños, porque entonces cualquier cosa nos basta para ser felices. También es la época en la que tenemos más ilusión de ser, que desilusión de no haber sido. 

No fue mi única Barbie, tuve muchas, pero por alguna razón siempre la he recordado con más cariño que a otras que recuerdo poco o simplemente he olvidado. Es un cliché pero fue Barbie quien me encaminó a soñar con ser muchas cosas. Ese ser que evocamos cuando somos niños como si entonces careciéramos de existencia. Ese ser que encierra nuestra esencia pero también nuestros más vehementes anhelos de ser libres de lo peor de la niñez: los adultos despiadados.

Yo deseaba rabiosamente ser muchas cosas: maestra, músico, escritora, deportista. Mis juegos con las barbies consistían básicamente en eso, en ser muchas cosas, tomar clases de todo: pintura, idiomas, manejo, cocina. Además tenía auto, casa, vestidos de noche y novio. Es decir, una vida llena de aventuras y éxitos. Por si fuera poco, mi Barbie Espectacular era hermosa, rubia, sonriente. ¿Qué más se podía pedir? 

También había otro lado en mí que fue difícil congeniar, entonces y ahora, y es que fui una «niña-niño» —por llamar de alguna forma que me gustaba jugar a «cosas de niños» y que no me gustaban los vestidos—. Así que la dualidad de Barbie hacía mella en ambas direcciones: quería ser bonita, es más: espectacular, lista, exitosa, glamorosa, y también quería ser fuerte, transgresora, que ningún niño me despreciara o hiciera menos por ser niña y no quedarme fuera de los juegos «peligrosos» o rudos. Quería aprender a cocinar y cuidar bebés —siempre me han gustado los bebés—, pero no quería que ese fuera mi único destino. 

La vanidad y la rudeza se me enredaban en el cuerpo, en el ánimo, en la mente. Mis barbies, por más exitosas que fueran, también soñaban con casarse, con tener hijos. Un día eran campeonas olímpicas y al día siguiente estaban cocinando el mejor pastel de cumpleaños para Skipper. Un día viajaban por el mundo y al día siguiente estaban cenando, vestidas de gala, con Ken —sí tuve un Ken, no sé cómo—.  La dualidad Barbie manifestándose. 

Sabemos bien que la vida no es Barbieland, lo sabemos todas las niñas, incluso las que sí son rubias. A la mayoría de las niñas nos aplasta el mundo real, como en la película le pasa a Barbie cuando sale de su lugar seguro. Además, en algún punto de nuestra vida nos damos cuenta de que hay cosas que no lograremos aunque lo intentemos, como la talla de Barbie, la altura, el color de piel o salir en las portadas de revistas de moda. Luego, con los años —que Barbie no acumula—, nos va quedando solo lo que pudimos ser y lo que no seremos y acaso con lo que nos alcanzó a ser. 

Es la innegable dualidad de Barbie. Por un lado liberó a las niñas de solo jugar a las mamás, a la casita y atender bebés que pedían biberón o se hacían pipí encima. Y por el otro nos metía en el inconsciente estándares de belleza inalcanzables, modelos del éxito a los que pocas o nadie tiene acceso. Seríamos por lo menos ingenuas si pensamos que somos inmunes a las narrativas con las que crecemos, lo seríamos más si creemos que ya de adultas por fin lo somos. 

Quién sabe si la inclusión de distintas narrativas que se ha hecho en el cine, en los juguetes y en la cultura en general sea la respuesta para que las niñas del mundo sueñen más y mejor y más libres. Lo cierto es que la cultura imperante siempre está hecha por la generación que precede a la más joven. Las generaciones siempre están más unidas de lo que quisieran. Esto es tan cierto como que nos parecemos más a nuestros padres de lo que estamos dispuestos a aceptar. 

Hubo otras barbies, una patinadora, una bailarina, algunas sencillas, simples con un vestido coctel. Luego hubo peluches, videojuegos, playmobils. Más tarde solo hubo ropa y zapatos como regalos navideños. A veces la niñez se cierra por completo de un portazo y otras veces se va diluyendo imperceptiblemente hasta que un día nos damos cuenta que añoramos pasar la tarde sentadas en el piso jugando, sin que nada nos preocupe más que tener todos los accesorios para la nueva gran aventura de la Barbie espectacular. 

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