Gracejo
Todos me llaman poco talento.
–Juan Perro.
El Negro siempre hace reír a todos. No importa lo que diga, no importa lo que haga, no importa la situación, siempre sabe qué decir y el resultado es el mismo. Él dice que «hay personas que dicen “mierda” y todos se ríen y hay otras que dicen lo mismo y les pasan el papel». Quiero pensar que no soy de las últimas aunque sé que de ninguna forma soy de las primeras. Lo sé bien: tengo gracia de trucha descabezada.
— Las truchas no tienen gracia.
— Exacto.
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El preámbulo que yo imaginé entre mi chiste y las carcajadas fue en realidad un largo silencio que se extendió por toda la mesa como una alfombra grosera que tumbó no sólo las bebidas sino la racha ganadora de risas al hilo que había amasado aquel grupo. Durante ese silencio monolítico me convertí en una estatua de orejas rojas y calientes, de mirada con expresión de esfinge. El tiempo jugó su broma de siempre: hacerse lento en los momentos de mayor premura. Entonces el Negro tomó la materia hedionda que yo había lanzado en medio de la mesa y la convirtió en una broma, una que de vez en vez se cuenta en las reuniones, esté o no el Negro.
Nadie se acuerda (por fortuna e infortunio) quién propició ese puntual y magnífico revés del Negro por el que todos aún ríen. La anécdota es contada más o menos así: «Alguien, sabe quién, dijo un chiste malísimo sobre unos perros que andan en bicicleta, entonces el Negro…»
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En más ocasiones de las que debería he reído hasta que me duele la panza y me saltan las lágrimas. Muchas de las veces ni siquiera logro decir qué fue lo que me provocó tanta risa. Antes creía que sólo era cuestión de explicar muy bien la situación, pero pronto descubrí que la gracia que le encuentran a mis anécdotas es inversamente proporcional a la cantidad de detalles que dé, menos la risa que me tome contarla, entre los segundos de paciencia que exija la explicación.
La fórmula matemática de esta complejidad se puede expresar de la siguiente manera (o no):
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En una ocasión logré hacer reír a todos mis alumnos. Me sentí bien porque no intenté ser simpática (o más bien ya había desistido). El comentario me salió sin esfuerzo y todos los presentes se rieron. El éxito alcanzado no se habría convertido en una anécdota vergonzosa si a mi risa no le hubiera seguido un sonido estruendoso que mi pecho amplificó, una especie de hipo-risa de tesitura barítona. Yo le llamo a este padecimiento “risa de pecho”, un mal que aqueja a cuanta trucha descabezada existe. Las melodiosas risas provocadas por el tino de una frase sencilla y poco ambiciosa, esas risas líquidas que demuestran lo comunes y poco complejos que somos todos en grupo, se apagaron tan pronto mi risa de pecho resonó en el salón. Siempre que sucede este fenómeno hay una transmutación: el sujeto proclive a la risa de pecho se vuelve materia ígnea que alimenta los fuegos de las burlas.
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Las truchas descabezadas son criaturas extrañas y exóticas (y sosas). Son el reino fungi del bestiario humano; parecen plantas pero respiran como animales, pueden ser especímenes muy llamativos y coloridos pero peligrosos al tacto e imposibles de tragar. Se debe tomar en cuenta que no pueden convivir con otros de su misma especie en un espacio reducido y se les debe mantener aislados a riesgo de presenciar un espectáculo desagradable.
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Cosas a evitar ante una trucha descabezada:
- Contarle el chiste de los perros que andan en bicicleta.
- Pedirle que haga un brindis.
- Darle alcohol.
- Perderse juntos en el bosque.
- Tomar el elevador.
- No darle alcohol.
- Subir por las escaleras.