La clásica tía
«Qué grande estás». «¿En la secundaria? pero si yo te conocí de bebé». «¿Y qué te gustaría estudiar?» Son algunas de las frases que siempre escucho en reuniones familiares. Ya sea que se las digan a mis hijas o a mis sobrinos. Por supuesto que también las he dicho —nadie sale indemne del pecado inevitable de envejecer—, aunque a mi favor diré que tengo un reglamento interno para ello: no comentar sobre los cuerpos ajenos, preferencias sexuales y profesionales, ni preguntar sobre casorios o planeación familiar.
Es cierto que a varios de mis sobrinos los abracé de bebés, y que me da una tremenda ternura —y sobre todo sorpresa— verlos grandes, con sus novies, sus modas y sus profesiones. A otros sobrinos los conocí ya grandes (los sobrinos por parte de mi esposo) pero de igual forma disfruto ver sus avances y sucede un efecto a la inversa, me enternece ver sus fotos de bebés.
En estas dinámicas también sucede lo obvio: me veo en ellos. El efecto es revelador y doloroso a partes iguales. Da igual la edad que tengan mis sobrinos, los veo, me veo. Pienso en dónde vivía cuando tenía doce o qué jovencita era cuando me casé por primera vez a los veintiuno. En una reunión reciente uno de mis sobrinos le dijo a otra tía con síndrome de tía que tenía veinticuatro —ella, obviamente, respondió: “¡Pero si yo te cargué cuando estaba así!” e hizo un gesto con el pulgar y el índice indicando algo muy pequeño—. Veinticuatro, pensé, veinticuatro. Vi a su novia, ella es más joven —por fortuna fue la misma tía y no yo la que le preguntó su edad—. Volví la mirada a mi sobrino Bernie y pensé en que yo tenía su edad cuando tuve a Luna, mi primera hija. Bernie se ve jovencísimo. Pensé en el papá de Luna, busqué en mis recuerdos: es verdad, éramos jovencísimos.
Desde hace tiempo estoy escribiendo un texto sobre mi familia materna. Con sorpresa y sí, también con ternura, me he dado cuenta de lo jóvenes que somos todo el tiempo hasta que nos hacemos grandes de verdad. Como cuando consulto la edad en que se casaron mis abuelos o cuándo se mudaron a vivir a una ciudad desconocida. Las edades parecen maleables y a veces superfluas. Valdría la pena reducir la importancia al tiempo que, en todo caso, no entendemos. Más aún a la edad que de todas formas tampoco entendemos hasta que han pasado dos o tres décadas.
No es lo mismo ser una tía cuarentona ahora que hace cuarenta años. No es que sea mejor, solo distinto; pero los sobrinos veinteañeros lo descubrirán —como todo lo que aprendemos en la vida— demasiado tarde, es decir, cuando ellos mismos alcancen sus cuarenta. El tiránico deseo de permanecer jóvenes nos persigue incluso cuando deberíamos sentirnos orgullosos de nuestra madurez. Los viejos nos dicen que seguimos jóvenes a los cuarenta, mientras que los jóvenes veinteañeros o treintañeros piensan que ya no es tiempo para hacer ciertas cosas: cambiar de carrera, estudiar un instrumento o inscribirse en una escuela de baile.
Como sabemos, en el mundo de las filiaciones hay dos sentidos: ascendente y descendente. En este mundo solo se aprende siendo críticos, de otra forma nos arriesgamos a perpetuar todo aquello que nos marcó de forma negativa cuando éramos niños. En muchos sentidos mis tíos —y sobre todo mis tías— fueron mis aliados pero también el lado más lastimoso de mi infancia. Sé que soy una sobrina, por decir lo menos: peculiar, esquiva y decepcionante. Aunque diré a mi favor que con casi todos mis tíos —y sobre todo mis tías— tengo recuerdos, aprendizajes y momentos que atesoro. Eso sí, hasta que me convertí en tía descubrí su secreto: tener sobrinos es como tener hijos pero sin tener la abrumadora responsabilidad de ser padres; también es la oportunidad de ser parte de la red de crianza. Quien cuida a un niño con amor se cuida así mismo de pequeño.
La esperanza del futuro promisorio solo se deposita en los niños y los más jovencísimos. Tal vez porque creemos que a ellos no los alcanzará la vida y los hará ralentizar, pausar u olvidar sus expectativas como nos ha pasado a todos. Miramos a nuestros sobrinos con las posibilidades que tal vez dejamos pasar o, simplemente, jamás tuvimos.
La cursilería de tía es ineludible aunque una se haya prometido no tenerla. La culpa es de los sobrinos que nos sorprenden con su amor por las plantas, el surf, los animales, las computadoras y los camiones de bomberos. Se pavonean indemnes con sus guapuras y sus giros inesperados pero también los que ya veíamos venir desde que eran pequeños. Siempre hay un sobrino favorito, lo sabemos todos, por alguna razón hay niñitos que se instalan en nuestro corazón con desfachatez. Aunque es un tanto indecente revelarlo, tal como es mal visto elegir entre nuestros hijos, tíos, primos o hermanos; aunque casi siempre es un secreto a voces.
A decir verdad solo tengo un sobrino directo, se llama Mateo. Es hijo de mi hermana Char y me inspira toda la cursilería de tía que estoy dispuesta a ejercer desvergonzadamente. El resto de mis sobrinos son hijos de mis primos y los cientos de sobrinos políticos por parte de mi esposo. Claro que tengo mis favoritos, faltaba más, pero dejaré que el secreto a voces hable por mí.