Casi como la Navidad del 96

Hace unos días llegó a la casa un Xbox. Es el regalo de navidad para las niñas, la teníamos apalabrada desde hace meses con ellas que, a su vez, prometieron ya no pedir tantas cosas además de eso. La compramos en una oferta que no pudimos rechazar: descuento, meses sin intereses y envío gratuito. Tenía otro plus: entrega inmediata. Cuando leí eso me imaginé que pasaría lo que todos sabemos que pasó: la abrimos el mismo día que llegó. 

Y es que además de que el Niño Dios de esta casa no tiene paciencia para postergar sorpresas, tiene tres chicas que han esperado la dichosa consola desde hace tiempo. Por supuesto el señor de la casa lleva su parte, me preguntó tres veces si estaba segura de que “iba a aguantar hasta navidad”. En realidad lo que no aguanté fue pensar en ser la peor de las aguafiestas. El señor de la casa le habló a las chicas y cuando vieron la caja y escucharon el inicio del discurso sobre que se adelantaba la navidad, brincaron alrededor de él y gritaron de emoción. Ya ni les pudo decir que no fueran a decir el 25 de diciembre que casi no les habían llegado regalos. 

Desde que llegó la consola me he enfrentado a varios dilemas: cuando juego me siento perdida —podría decir que vieja, pero ya no quiero usar esa palabra como algo despectivo, quizá porque me voy haciendo vieja—, no sé qué hacer, aprieto botones que hacen cosas que no quiero, doy vueltas, no sé usar las cámaras y soy pésima conduciendo en el Forza Horizon 5. Por otro lado, siento que pierdo el tiempo, que mientras estoy tratando de completar misiones en Red Dead Redemption 2, podría estar haciendo algo más productivo. 

No es nada nuevo que el discurso de la productividad esté fluyendo en mis venas con la misma presencia que el oxígeno. Por alguna razón siempre he escuchado esa vocecita dentro que me acusa de holgazanería si me doy un descanso, de perder el tiempo si no estoy leyendo, escribiendo, tocando o haciendo deberes del hogar. A esa vocecita no le faltan los reclamos. Es tiránica, grosera y a veces en la noche también me dice justo antes de dormir todo lo que no hice en el día. «Mañana», le digo, y a veces se empecina y me recuerda que llevo varios diciendo lo mismo. 

La verdad que hasta para ser alguien que tiene rachas de insomnio soy bastante holgazana. Nunca me levanto a hacer eso que me dice la vocecita impertinente, faltaba más, yo también soy caprichosa. Prefiero estar inmóvil en la cama; me gusta la oscuridad y los sonidos de la casa: el gato que da vueltas por la sala y la terraza como si fuera de día; la respiración de mi esposo; el vaivén de Lobita la guardiana peluda de esta casa. A veces tengo suerte y hay viento o lluvia y me quedo quieta escuchando el mundo. Claro que esto solo pasa cuando la vocecita está más o menos tranquila, a veces le da el síndrome del gato y está parloteando como si fuera de día. A veces repasa una y otra vez decepciones y preocupaciones y lloramos en silencio. Me arrullo escuchando mi mundo. 

Mi amiga Gabriela me ha dicho en varias ocasiones que juegue, que está segura de que me va a gustar y que, además, tendríamos una cosa más qué compartir. Lo intenté con la Switch hace unos años y claro que lo disfruté pero solo por un tiempo. La vocecita se volvió muy dura durante un tiempo y no me dejaba jugar en paz. Una navidad Gabriela nos regaló el Stardew Valley. Me gustó mucho el concepto del jueguito, los gráficos, la música, los detalles. Sí hice mis casita y un pequeño huertito pero no le dediqué mucho tiempo y no prosperé. Me pasó lo mismo pocos meses después con el Animal Crossing, mientras mis hijas y el señor de la casa hicieron una islita hermosa y tenían grandes residencias con cientos de objetos, mi personaje seguía viviendo en la tienda de campaña que te da Tom Nuuk al llegar a la isla. 

Gabriela me explicó alguna vez que debo encontrar mi tipo de juego. Que tal vez por no haberlo hecho —y el látigo de la vocecita tiránica, claro— no me he picado con alguno. Es decir, no lo he hecho últimamente, en realidad fui muy jugona en el Atari que me regalaron cuando tenía 10 años, cuando tuve Game Boy y cuando en la secundaria hubo una fiebre de Tetris, que además no duró poco. Más tarde jugué en el Nintendo NES y luego de enviciar a mis hermanos, vivimos en 1996, como millones de niños alrededor del mundo, la navidad Nintendo 64. De esa época tengo muchos de los mejores recuerdos con mis hermanos, aún decimos frases que sacamos mientras jugábamos Mario, Mario Kart y Zelda, Ocarina del tiempo. 

Más grande volví a jugar Guitar Hero y poco más. No me volví a interesar por las consolas ni los juegos de ninguna clase, ni siquiera en el Tetris, que nunca pasa de moda. Quizá fue porque la vida se me hizo muy pesada durante mucho tiempo, tanto que incluso dejé de leer. No fue tan malo: comencé a escribir y no he parado desde entonces. 

Haré caso a Gabriela y estoy dispuesta a encontrar mi tipo de juego. Es muy pronto para decirlo pero el Red Dead Redemption 2 me ha encantado. Me gusta la historia, el universo, las misiones. Me gusta que haya peleas, enfrentamientos, robos pero que no sea de lo único que se trata. También, como dije, me gusta conducir los autos por México —un México geográficamente imposible pero fiel a la apariencia natural y arquitectónica— y, aunque lo hago pésimo, estoy lejos de rendirme.

Lo que más me quita los ánimos de jugar son los jugadores; los hombres, por supuesto. En general su mansplaning quita las ganas de casi todo, pero esta vez pasaré de largo, tengo planeado no solo bajarle el volumen a la vocecita tiránica, sino a jugar con mis hijas, con Gabriela y divertirme. Construir recuerdos con mis hijas que con suerte recordarán años después como yo atesoro la Navidad del 96.

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